En esos tiempos, las numerosas estancias del Palacio de la Corrupción existían desperdigadas por todo lo ancho y largo del territorio nacional.

Salas amuebladas en terciopelo en las mansiones de empresarios multimillonarios. Despachos de director en los medios de la prensa. Salas de espera de lujo en aeropuertos regionales. Apartados con mesas enmanteladas de encaje en restaurantes cosmopolitas. Angostos pasillos voladores de jets privados. Salones en cruceros de vidrio y acero a medio Golfo de México.

Estancias en que señores encorbatados (y la ocasional señora de zapatos de tacón) lo negociaban todo —minas y mares, la educación y la salud de la población, los prestigios y la justicia—: todo, a cambio de dinero.

La leyenda decía que sería un héroe y merced a una delación épica de algún trato enorme, quien desencantaría al Palacio y lo despojaría de su inmenso poder.

Sinceramente yo creí que ese héroe sería el presidente Fox, el primer presidente del país elegido democráticamente, y que realizaría la hazaña aquella noche del año 2002, en que nos enseñó a un grupo de invitados a cenar en el comedor de su cabaña en Los Pinos la gráfica del proceso de desvío de cientos de millones de pesos de la empresa estatal de petróleo a las arcas del partido tricolor.

—El peligro es supremo —dijo el presidente Fox a la cabecera de la mesa enmantelada de encaje blanco. —Los palaciegos tomarán venganza, no dejarán que el Palacio se esfume, sin oponer resistencia.

Sus sindicatos cerrarían carreteras. Cerrarían el aeropuerto. Sería un encontronazo entre los corruptos y los probos. Se devaluaría la moneda. Lo que a Fox, que había sido gerente de la Coca Cola en el país y medía en números el porvenir de la Patria, le resultaba insoportable de imaginar.

Con mirada triste nos anunció que no atacaría por lo pronto al Palacio de la Corrupción. Negociaría dentro de sus estancias las reformas que quería que el Congreso consagrara como leyes.

En ese momento de alta traición del Presidente supe que Yo era el héroe que la Historia patria requería. Apuré a cucharadas copeteadas el postre de mousse de chocolate y unas horas más tarde, en el pequeño periódico que dirigía por entonces, alisté la publicación que al día siguiente y en primera plana anunció el dilema del Presidente y que sabía me otorgaría a mí la gloria.

No me llegó la gloria, sino la desgracia. El presidente Fox me desmintió; me despidieron de la dirección del pequeño periódico; y fui expulsado también del Palacio de la Corrupción, cuyas dos reglas sacrosantas eran (y son todavía):

Nunca hablarás de lo que sucede dentro del Palacio de la Corrupción (a menos que te lo ordenen los palaciegos); y negarás la misma existencia del Palacio de la Corrupción.

—¿Querías publicar la Verdad, y solo la Verdad? —se mofó un compañero periodista. —Pues toma tu libertad para hacerlo: ahora tendrás que trabajar desde afuera del Palacio, haciendo esa cosa esforzada: periodismo.

El pelo pintado de negro, el traje perfecto de tres mil dólares, la mirada socarrona, levantó el vaso de whisky, se mojó los labios, lo depositó en la mesita baja entre nosotros.

—No me creas nada, Efrén —dijo luego, y sonrió—, pero la verdad-la verdad, es que te plantaron esa revelación del Presidente, para quemarte. Te querían fuera del Palacio.

—¿Por qué? —pregunté azorado.

—Son gente muy fina. Muy elegante.

—¿Y entonces?

—Les avergüenza cómo te vistes.

Ah diablos, eso me perturbó. Según esa versión, no era yo un héroe de la Verdad, era solo un patán mal vestido. Y era cierto (no la versión necesariamente, el Palacio suele preservar su hechizo protector plantando en su periferia falsas verdades, pero sí que yo era mal vestido (todavía lo soy)). Me vestía cada mañana con la primera camisa y el primer pantalón con que me tropezaba y mis lentes eran de marcos morados y con cristales de fondo de botella (todavía son los mismos).

Me volví pues un respetable periodista de los de afuera. Respetable y mal vestido y peor pagado y sí, esforzado. Siempre pepenando trozo a trozo los trozos de la Verdad que se decidía dentro del Palacio, pero con la gloriosa libertad de volverla pública (aunque siempre, por desgracia, con uno o varios trozos faltantes).

Fue por entonces, una tarde de mayo del año 2003, cuando conocí a Andrés Manuel López Obrador.

Él mismo me abrió la puerta de su despacho de alcalde de la Ciudad de México y el corazón se me enterneció cuando noté su camisa dos tallas demasiado grande, sus pantalones negros gastados, el nudo gordo de la corbata fuera de moda, y por fin lo que me hizo sentirlo un hermano fueron sus calcetines negros. Iba en calcetines cuando me invitó a sentarme ante su escritorio.

En cierto momento de la entrevista me dijo entrecerrando los ojos:

—Seré yo el héroe que dinamite el Palacio de la Corrupción. Espérate nada más a que sea yo el Presidente para verlo.

No le creí nada, pero le sonreí.

Después de todo, las sacrosantas reglas de pertenencia al Palacio de la Corrupción derivaban en formas exquisitas de la mentira, entre las cuales una notablemente perversa era asegurar que se odiaba al Palacio y se planeaba su ruina.

—Y yo te tomaré fotos maravillosas —lo halagué.

Esa media noche, en el prestigioso y esforzado semanario que por entonces me había contratado, en mi minúscula oficina de reportero, transcribía con desgano la entrevista, cuando el director abrió la puerta y me preguntó desde el quicio:

—El reportaje de portada se nos cayó. ¿Qué traes tú?

Le conté a don Julio la entrevista.

Y fue así que llegó a todos los kioskos del país la estampa en la portada del semanario de Andrés Manuel (y su corbata pasada de moda) cruzada por su temeraria promesa. “Yo seré quién dinamite el Palacio de la Corrupción”. Así entrecomillada, porque era su dicho, no del semanario.

De esa portada remota vine a recordarme muchos años después, para ser preciso: 19 años más tarde, mientras en mi amplia oficina de Director del semanario acomodaba dentro de un portafolios los documentos incriminatorios con que iría a visitar a Andrés Manuel a su nuevo despacho, ni más ni menos que el de Presidente del País, un despacho que había ganado en una campaña monotemática (o casi).

—¿Cuál será su prioridad? —le preguntaba alguien.

—Acabar con la corrupción —respondía siempre.

—¿De dónde saldrá el dinero para elevar las pensiones?

—De lo que ahorraremos al acabar con la Corrupción.

—¿Cuál es su plan contra el cambio climático?

—Acabar con la corrupción.

—¿Y cómo acabará con la Corrupción?

—Ya le dije: acabando con la Corrupción.

Subí a la camioneta y me incliné al frente para decirle al chofer que me dejara en la entrada del metro más cercana.

—¿Se va en metro don Efrén? —preguntó el chofer extrañado.

—Para evitar el tráfico del Centro de la Ciudad —respondí.

Era mentira. Iba en metro para disfrazar mi llegada al zócalo en cuyo flanco se encontraba el palacio del Presidente. No quería ser detectado por las innumerables cámaras de seguridad que vigilaban por esos años los ires y venires en las calles citadinas.

Cuando emergí de la estación del metro al aire azuloso de la tarde, supe que mis precauciones habían sido vanas. Una patrulla se orilló a la plancha de cemento, me siguió a mi ritmo veinte pasos, y de pronto se detuvo, y un policía enorme se apeó para ponérseme en frente y saludarme.

—El secretario de Gobernación le manda sus saludos, don Efrén —me dijo.

Apreté la manija del portafolios.

Y no sucedió algo más. El policía volvió a la patrulla y la patrulla se alejó, encendiendo los faros en la incipiente noche. El secretario solo había querido mostrarme su control sobre el acceso al edificio del Presidente, pero era claro que no sospechaba qué llevaba yo conmigo.

Andrés Manuel me recibió en mangas de camisa, sin corbata y sin zapatos, sus pies enfundados en unos calcetines negros que me recordaron los de nuestro primer encuentro hacía 19 años (y que tal vez eran los mismos, a juzgar por su cansado negro, más bien gris).

Del despacho iluminado tenuemente, habían desaparecido los adornos usuales. Los tapetes persas. Los grandes óleos de volcanes. Las estatuas de metal y de mármol. Quedaban apenas las simplonas lámparas de techo, unos globos blancos iluminados, y sobre la cabecera del escritorio resaltaba, único lujo, el retrato de Benito Juárez con la banda tricolor terciada al pecho.

No me impresionó. Yo sabía que las sacrosantas reglas del Palacio de la Corrupción derivaban en formas de mentira exquisitas, que bien podrían incluir (¿por qué no?) el disfraz de la austeridad.

Sin que hubiéramos cruzado palabra, abrí sobre el escritorio los dos broches del portafolios. Le entregué al flamante Presidente, recién inaugurado hacía dos días, el fajo de hojas y el cartón tamaño carta de la fotografía que sería nuestra portada del sábado. Sobre la fotografía aérea de un conjunto de mansiones resaltaba el encabezado:

El nuevo fraccionamiento de los nuevos Secretarios

Sentado al escritorio, Andrés Manuel empezó a leer el fajo de cinco hojas. Era una redacción cuidadosa y sin florituras, espartana, contrastada y corregida por mí personalmente, no una vez sino tres veces.

Se detallaba cómo las mansiones habían sido entregadas a los hermanos del alma del nuevo presidente, sus cuatro secretarios más cercanos, por el director de una empresa llamada Patito SA de CV, filial nacional de la empresa constructora brasileña Odebrecht, como gratificaciones anticipadas de quién sabía qué contratos fabulosos por suceder en los próximos años.

—Carajo —murmuró el nuevo Presidente al escritorio—, me hubieras dejado respirar en paz una semana entera.

Bajó las hojas al escritorio. Agregó:

—Amigo.

¿Esa palabra era irónica o no?, me pregunté en silencio. Y supe que se abrían ante nosotros tres caminos.

De pronto el Presidente me diría furioso:

—Vete al infierno traidor, fifí encubierto, idiota útil de los enemigos de la Patria.

Y mandaría requisar todo el material de la edición de la revista, y acaso al edificio entero de nuestra sede, y yo por segunda ocasión en mi vida me volvería un idiota insignificante.

O bien, el Presidente sería magnífico, me ofrecería algo a cambio de no imprimir el número (algo: dinero probablemente) lo que me convertiría en un instante en un miembro distinguido del Palacio de la Corrupción en su última transfiguración, la del régimen “austero” de Andrés Manuel.

O, la tercera opción, el Presidente no me daría nada, ni premio ni castigo, tal vez ni siquiera me agradecería la gentileza de mostrarle un día antes la publicación, y haría la cosa más simple y más árida, y que requería más coraje moral: no haría nada: nada: dejaría que el semanario llegara a los kioskos de las esquinas del país y dejaría que el procurador de Justicia de la República procurara la justicia que al caso convenía.

—¿Por quién votaste? —oí que preguntaba el Presidente desde su escritorio.

—Por ti —le respondí.

Bajó otra vez la mirada a las hojas del reportaje.

Viéndolo así, adusto, leyendo silencioso, sentado al escritorio en su camisa blanca demasiado grande, bajo el retrato del indio espartano que fue Presidente siglo y medio antes de él, esperé aprehensivo su decisión. Rompería el resiliente encanto que preservaba los poderes del Palacio de la Corrupción precisamente ahora, que era su dueño y señor, o por el contrario, desde ese despacho, su centro de controles, tomaría decisivamente su mando.

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