La polémica desatada y desaprobación del máximo tribunal del país de la Ley de Seguridad Interior el año pasado dejó claro que el Estado Mexicano apostaba por seguir siendo una federación, una democracia, y la urgencia de fortalecer la instancia natural de la seguridad pública, es decir, las policía locales. El concepto de la Guardia Nacional propuesta por el Poder Ejecutivo actual en funciones y la versión del dictamen discutido en la Cámara de Diputados y que pasó a discusión a la cámara de senadores son una amenaza efectiva para este federalismo y libertades democráticas que México ha venido institucionalizando haciendo a un laudo el caudillismo —o presidencialismo rancio del siglo pasado—.
La sombra del caudillo, —esa gran pequeña obra literaria de Martín Luis Guzmán— describe esa forma de gobernar que hoy los mexicanos queremos proscribir. La alternancia política y el cambio de régimen nunca deben ser pretexto para tomar de rehén los rasgos definitorios constitucionales de la nación. La administración pública eficiente y efectiva se logra con políticas públicas, vida institucional sólida y con competencia técnica —lo cual implica entender bien los fenómenos que enfrentamos y por tanto dar con las soluciones y respuestas adecuadas para ellos. La Guardia Nacional como concepto y proyecto no lo hace. Militarizar la seguridad pública es como querer regar una planta que se está secando todos los días con fertilizante. Cuando lo que le hace falta es agua. Es urgente fortalecer las instancias locales de seguridad que son las instancias naturales administrativas del Pacto Federal. Por ahí debe ir la estrategia federal de manera solidaria y subsidiaria por parte del Ejecutivo. Es carrera de fondo no de velocidad. De otra manera habrá “arranques de intensidad”, pero no se llegará a un destino certero.
Lo anterior tanto por razones estratégicas, tácticas y jurídicas. La estrategia de seguridad pública que se centra en el uso de la fuerza y la disciplina de “guerra y defensa” tiene un punto de partida equivocado ya que busca la confrontación de “fuerzas concentradas” para que del choque se produzca ruptura o desequilibrio del centro de gravedad del enemigo. Y el criminal no necesariamente es “enemigo”. Es “criminal”, es decir, un sujeto de conducta antisocial, es infractor, es actor disfuncional dentro de un sistema social. Por lo que la estrategia debe integrarse con proyecciones de acciones previas, concurrentes y consecuentes ante un fenómeno delictivo —del tipo que sea—. Por tanto una excepción al artículo 129 Constitucional no es admisible ni administrativa ni operativamente. Ni a corto ni a largo plazo. Mucho menos un mando militar. La tácticas militares buscan “destruir” o “neutralizar” al enemigo. ¿Queremos eso para ciudadanos y extranjeros en el territorio nacional?
Nadie está exento del error. Desincentivar el crimen pasa por un proceso contra la impunidad y políticas públicas que creen efectos de aproximación indirecta a la causa de las entornos que fomenta conductas ilícitas, no por un proceso de imposición de la fuerza que sólo genera abuso, odio y espiral de violencia. Una fuerza militar siempre depende de un alto mando y éste del caudillo revestido de institucionalidad.
Académico de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana.
Twitter @rsotomorales