Una jornada larga, intensa, tumultuosa, por momentos predecible, marcó ayer el primer día de actividades para un gobierno que exhibió la terca consistencia en las fijaciones, los propósitos, incluso las frases hechas del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador, erigido como un mandatario con cuotas de poder personalísimas no conocidas en la etapa moderna del país.

Quien ayer se haya llamado a sorpresa ante las admoniciones del nuevo presidente acusará falta de lecturas sobre pronunciamientos hechos por el político tabasqueño, que hace 35 años, como novel líder del PRI en Tabasco —antes de encaminarse a ser el líder opositor más importante del último siglo—, hablaba ya de la “mezcolanza” entre el poder político y el poder económico.

Es el mismo que hace décadas decidió convivir con las comunidades indígenas, al grado de habitar con su familia un jacal de guano y palma, con choles y chontales como vecinos. El que en 2005, cuando enfrentó un juicio de desafuero en la misma tribuna de San Lázaro, llamaba ya a combatir a las minorías rapaces.

No debe haber duda de que este sábado arrancó una convulsión del sistema político mexicano, el quiebre de un régimen que, durante una centuria (desde la asunción al poder de los generales revolucionarios triunfantes), logró, para bien o para mal, dar paso a generaciones sucesivas de una clase gobernante con la capacidad de generar acuerdos internos, asimilar a la disidencia e incluso absorber a los contrarios en torno a intereses comunes. Una casta dispuesta incluso a ceder la Presidencia de la República, pero que nunca perdió el poder.

Se equivocará el que alerte sobre la presunta incertidumbre que ocasionen López Obrador y su gobierno. Lo que ha empezado a hacer lo anticipó en cada una de las tres rondas de exposición ante el país que supusieron sus campañas presidenciales. Lo repitió como dirigente político; lo reiteró casi textualmente en su machacón sistema de recorrer el territorio igual que lo había hecho en su natal Tabasco en los años 90, con la llamada “marcha de los mil pueblos”. Es razonable suponer que ahora trate de cumplir lo ofrecido.

La sesión conjunta del Congreso de la Unión la mañana de ayer exhibió otra constante de lo que debemos esperar. La organización del evento, formalmente a cargo de la presidencia de la Cámara, que ostenta Porfirio Muñoz Ledo, y de la coordinación parlamentaria de Morena, confiada a Mario Delgado, estuvo sujeta en todo momento a los dictados surgidos de la casa de transición del nuevo gobierno.

La invitación a dirigentes de partidos políticos ajenos a la alianza gobernante fue anticipada apenas una semana atrás, pero el gafete oficial no llegó sino muy avanzada la noche del viernes… solo para confirmar que les tocaría ocupar una remota butaca en el tercer nivel de San Lázaro, las galerías, usualmente destinadas al público de relleno, a las claques.

Muchos de los que encabezan organismos autónomos hacia los que López Obrador ha mostrado una notoria frialdad fueron simplemente ignorados. Fue el caso del INAI, responsabilizado de velar por la transparencia; el Ifetel (telecomunicaciones), la Cofece (competencia económica) o el INEE (la evaluación educativa). Es muy probable que la lista sea mucho más larga y la señal de desprecio más evidente, en particular hacia instituciones surgidas de las llamadas reformas estructurales de la administración recién concluida en materia energética, educativa o financiera.

Los mensajes entrelíneas emanados de los discursos presidenciales tampoco parecen dejar espacio a muchas dudas. Los escasos segundos iniciales concedidos a reconocer al ya ex presidente Enrique Peña Nieto únicamente buscaron dotar de un matiz civilizado al lapidario diagnóstico que siguió sobre la economía, la deuda externa, el sistema político, el mundo empresarial, el nulo Estado de derecho y la injusticia social, todo engarzado en la demoledora acusación de una orgía de corrupción de la que nadie parece haberse salvado.

Seguramente los ansiosos hallaron algún respiro en el compromiso presidencial de no contratar más deuda, de no provocar un gasto público por encima de lo que se recaude. Pero a ello siguió una lista casi interminable de becas, ayudas, préstamos, precios de garantía, estímulos, facilidades fiscales, obras públicas, inversiones sociales y otros muchos sinónimos para una sola palabra “maldita”, nunca mencionada: subsidios gubernamentales.

Ante la falta de capacidad del modelo económico (derivado de consensos globales dictados desde los años 80), el Estado de Bienestar anunciado por López Obrador, mediante reforma de ley, se apresta a realizar una gigantesca transferencia neta de recursos hacia los sectores más vulnerables. Se ajustará así a un viejo anhelo de las izquierdas. Pero nada apunta en el sentido de que habrá suficiente dinero para soportar eso.

¿Pero qué pasará si López Obrador fracasa?

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