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No es el literario juego de los palíndromos. Se trata de algo mucho más serio y profundo: ¿Cómo será la relación entre el Ejército mexicano y el Presidente de la República? Ni más, ni menos. Con todo lo que implica para la estabilidad de la nación.
Por lo pronto, el panorama se ve extraordinariamente complejo. Durante años, Andrés Manuel López Obrador y los suyos han venido estigmatizando a las Fuerzas Armadas como represoras del pueblo bueno. Ahora, en un viaje brutal al otro extremo del péndulo, recurren a ellas como el único instrumento posible para la pacificación del país.
A ver: históricamente, pero sobre todo a partir del 68, los militares ciertamente han sido los ejecutores de matanzas, persecuciones y crímenes para sofocar insurrecciones y alzamientos. La memoria no alcanza: el halconazo del 71; la inacabable guerra sucia; Aguas Blancas; los zapatistas y más recientemente la herida abierta de la noche de Iguala y los 43 de Ayotzinapa. En todos los casos, con la cuestionada presencia abierta o encubierta del Ejército . Aunque se soslaye que siempre ha actuado bajo mandos civiles de gobiernos de todo signo político.
En solo un año se añadieron varios hechos que ahondaron aún más la distancia entre un candidato de crecimiento exponencial y unas Fuerzas Armadas sin el liderazgo de un jefe nato prácticamente inexistente. La desaparición del Estado Mayor Presidencial para reincorporar a sus ocho mil integrantes a la Sedena, ha calado muy hondo sobre todo por las formas: ni un solo reconocimiento a las décadas de servicio; menos todavía el agradecimiento explícito; como si se hubiese tratado de un batallón de privilegiados que durante todo este tiempo no sirvieron para nada. Cierto que todos padecimos una o muchas veces sus abusos en la exagerada sobreprotección al presidente en turno; pero de ahí a ponerlos en el bote de la basura hay una desproporción absoluta.
Para agravar las tensiones, la cancelación del aeropuerto en Texcoco ha significado también un hecho que poco miramos: la reducción operativa de una base emblemática de la FAM. Y es que, aunque el gobierno entrante no lo ha reconocido, resulta impensable montar un aeropuerto civil de gran escala sobre una base militar. ¿O a alguien se le ocurre que las líneas aéreas acepten volar alternando con aviones armados, aunque como dice el inefable señor Rioboó, éstos se repelen solitos?
Por todo ello y más, ha conmocionado a buena parte del país el anuncio de que el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 estará basado en una Guardia Nacional con hasta 150 mil efectivos que habrá de integrarse hasta el 2021. Esto, como el elemento crucial de una estrategia de ocho puntos, que incluye algunos tan encomiables como: la erradicación de la corrupción; garantía de empleo, educación y salud; respeto a derechos humanos y la reformulación del combate a las drogas.
Los voceros oficiosos han insistido en que esta nueva y sorprendente Guardia Nacional estará bajo el mando del secretario de la Defensa y conformada por elementos de las Policías Militar, Naval y Federal. Pero soldados al fin y al cabo. Por eso hoy una palabra domina el horizonte: militarización.
Y una inquietud ronda nuestras cabezas: ¿se impondrán a sí mismos su proverbial disciplina o emergerán de su vientre los sapos que se han visto obligados a tragarse?