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El agua cuando fluye es íntima. El agua, cuando revienta, es una ola de mar. Roma es el retrato hídrico de la violencia íntima que revuelca igual, aunque imponga un dolor distinto a cada quién.
“Es la mejor película mexicana,” me dijo Alejandro González Iñárritu y yo creí, prejuiciado, que el suyo era el comentario fraterno de un amigo generoso. Pero me equivoqué: Roma, de Alfonso Cuarón, es el más íntimo y a la vez el más universal de los filmes que se hayan producido en México.
Transcurren los días y la sigo soñando. Me arrastra porque no hay en ella otra pretensión que la de la empatía. Es mi país y es el mundo, tan desigualmente humano. No hay lecciones de moralidad, no hay superioridad ideológica, no hay venganza, ni misión histórica, no hay arrogancia intelectual, ni sentencias, ni corrección política.
Roma es una historia simple, de una familia cualquiera, en un barrio cualquiera, que sufre por los errores propios y también por los equívocos que se cometen por los otros.
No hay buenos ni malos, protagonistas o antagonistas; hay, eso sí, un mar de deseos irresueltos y expectativas incumplidas que provocan el mal, a veces con la sutileza que erosiona, a veces con furia que destruye.
Roma es una historia de mujeres y niños. Un gineceo solidario agredido por una época —momento tan próximo al nuestro— donde las mujeres han de hacerse cargo de componer lo que los hombres destruimos.
La solidaridad de ellas es el tema principal: la abuela, la madre, pero sobre todo las dos mujeres contratadas para proteger a los menores de la tribu, como si fueran sus propios hijos.
Cleo es el personaje estelar porque ella nos presta sus ojos para mirar al conjunto. No hay manera de salir indemne frente a su existencia. El drama de esa joven se vuelve el nuestro: nos obliga a comprender el universo desde la tragedia —de mujer pobre, indígena y trabajadora del hogar—, una condición que es injusta sin adjetivos.
Únicamente la solidaridad femenina la salva de ser arrastrada por la voracidad de su entorno. Cuarón logra que la persona más vulnerable de la cadena nos conceda el honor de experimentar la vida tal como le sucede a ella.
Pero la vivencia solidaria entre mujeres tiene un límite: la clase social. El rescate de Cleo es incompleto porque dentro de ese gineceo también hay jerarquías, escaleras, pisos y distancias.
Su miseria tiene un lugar en Roma, pero ese lugar se subordina a los deseos de sus patrones, de la madre, de los hijos y de la abuela también.
Sus dolores caben, siempre y cuando no pretendan superioridad dentro de esa familia a la que, de manera postiza, ella pertenece.
Hay un orden social que, en la visión de todos los personajes, es más bien una jerarquía natural. Las heridas del alma también se ordenan en función del estrato donde se producen. El límite del daño de Cleo —el techo con el que se topa— es el dolor de su patrona.
Roma es una historia sobre la solidaridad, pero también sobre el alcance de la fraternidad socialmente admisible: en tanto que mujeres, los personajes son sinceramente próximas; pero esa cercanía revienta, como la ola en la playa, cuando el privilegio las aparta.
Roma es mi ciudad, es mi barrio, es mi música, son mis silencios, mis afectos, mi educación sentimental: es un inmenso espejo del cual es imposible escaparse.
Roma es universal porque te quita la piel y te deja en pelotas. El filme delata la injusticia del mundo, pero, sobre todo, la injusticia de la que soy parte actora, parte indolente y a la vez arbitraria.
Roma tocará las cuerdas del arpa en otras ciudades y otras sociedades. Cuarón logró un poema mexicano con resonancia planetaria. Cuando todos seamos grandes hablaremos el lenguaje de su fotografía, sus acordes, su narrativa y sus personajes.
Mientras tanto, el artista introdujo en la botella que lanzó al mar un mensaje actual para el país donde él nació: frente a la desigualdad insoportable, el único bote salvavidas es la proximidad de lo humano.
También advierte Roma algo que ya sabíamos: si la ira y la venganza son la antesala de la muerte, la indiferencia y la insensibilidad son el preludio de las dos primeras.
ZOOM: En revancha, Roma ilumina la sola materia humana capaz trascender las heridas de la violencia: al arte de ser el otro, durante un instante.