Ricardo Raphael

Privación injusta de la libertad

10/01/2019 |02:03
Redacción El Universal
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La Justicia mexicana lleva demasiado tiempo al servicio de dos amos envilecidos: la demagogia punitiva y la represión social, por eso no es justicia sino abuso del poder.

Hay registro de 3 mil 967 personas detenidas arbitrariamente entre 2006 y 2018 por su condición de defensores de derechos humanos o por ser líderes de sus comunidades.

Tres de cada cuatro casos ocurrieron durante la administración de Enrique Peña Nieto. Así lo reporta el informe Defender los Derechos Humanos en México, el sexenio de la impunidad, redactado por investigadores de la Acción Urgente para Defensores de Derechos, el Centro Cerezo y la Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada.

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La política criminal en nuestro país tiene motivos que ni la ley ni la Constitución contemplan. Se usa contra activistas sociales, estudiantes, representantes indígenas, contra defensores de derechos humanos y defensores del medio ambiente.

Cada vez que los pueblos se levantan para protestar contra una mina contaminante, contra un proyecto de infraestructura que destruye el hábitat, contra el fracking y tantos otros intereses del poder económico o político, los ministerios públicos, la policía y los jueces entran al auxilio para sacar de en medio a los opositores.

Las cárceles de Guerrero, Chiapas, Sonora, Veracruz, Puebla, Estado de México, Michoacán, Quintana Roo, entre otras entidades, están pobladas por ciudadanos inocentes —desde el punto de vista penal— cuyo único delito fue desafiar al poder que doblega a las instituciones.

La fabricación de testimonios falsos y pruebas sin sustento es síntoma de todos los días en las instituciones responsables de producir justicia. El sistema encarcela a personas inocentes de manera recurrente y usa para ello la tortura, los tratos inhumanos y la violación de los principios constitucionales.

Este contexto se agrava cuando son las personas más vulnerables, desde el punto de vista económico, quienes sufren las peores arbitrariedades.

Además de líderes y defensores, las cárceles están sobre todo pobladas por jóvenes de orígenes modestos que no tuvieron recursos para procurarse una defensa legal justa. Son el eslabón más frágil de la cadena y por eso están tras las rejas.

Hasta muy recientemente la autoridad se pavoneaba presumiendo su eficacia para encarcelar mexicanos. Los bonos otorgados a la policía se fijan todavía en función del número de detenidos, sin importar la veracidad o la legalidad de los delitos supuestamente cometidos por esas personas.

Esos operadores de la Justicia mexicana no suelen poner en riesgo su empleo y, por tanto, para obtener tales estímulos persiguen a quienes saben que no podrán sobrevivir la arbitrariedad.

Si bien existen datos sólidos a propósito de los defensores y líderes sociales perseguidos, no hay una base similar que permita determinar el número de personas privadas ilegalmente de su libertad por razones socioeconómicas.

Sin embargo, es común escuchar dentro de las cárceles mexicanas que la mitad de los presos del orden común son inocentes respecto del delito por el que fueron sometidos a proceso penal.

La Justicia mexicana discrimina por tres motivos: ideas políticas, desafío a los poderes arbitrarios y pobreza socioeconómica. Se trata de uno de los rasgos más autoritarios de nuestro sistema político. Es falso que haya diferencia entre la justicia federal y la local. Cada una en su ámbito exhibe síntomas similares.

Por tal contexto es que resulta alentador que la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, haya anunciado este martes la instalación de una mesa especial para la revisión de los casos de las personas privadas injustamente de su libertad y también que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya declarado que durante su gobierno ningún ciudadano será perseguido por la justica federal debido a su postura política o su forma de pensar.

Zoom: El día en que la política se subordine a la justicia, México estrenará un nuevo régimen. Pero para lograrlo, primero tendríamos que modificar el sistema operativo con el que se ejecuta la política criminal, así como los criterios e incentivos que rigen la conducta de policías, ministerios públicos, jueces y autoridades carcelarias.