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Sólo el miedo patológico a no ser mirado por los demás explicaría la exhibición que nueve personas hicieron de su intimidad en la serie original de Netflix dedicada a hurgar dentro del penthouse mexicano.
Made in Mexico logra arrancar sorpresa con la suntuosidad de mansiones y ranchos,
los closets con cientos de pares de zapatos, las fiestas de bautizo con charreada incluida, el día de muertos al estilo mirrey, la inagotable arrogancia de la filántropa y la holgazanería y condescendencia del junior.
Es evidente que Pepe Díaz, Kitzia, Columba y el resto de la tribu no tienen una vida común, y Made in Mexico intenta descifrar lo obvio. Pero el desconcierto dura poco porque de tanto repetir clichés, los personajes se vuelven predecibles y, por tanto –aunque parezca increíble– se normalizan.
Made in Mexico es una densísima colección de lugares comunes que se repiten sin incordio.
Ciertamente no hay morbo ni curiosidad que alcancen para librar el bostezo que dicha producción provoca con el correr de los capítulos. Se requiere disciplina y mucho tiempo que desperdiciar para llegar al final de la primera temporada.
Sus creadores lograron lo imposible: volver ordinario lo extraordinario que hay en las vidas de los personajes que se dieron cita en este reality show.
Sería injusto culpar del fracaso a los seleccionados como participantes. Es cierto que, salvo alguna excepción, la mayoría son planos, frívolos y sin quebraduras interesantes en el alma, pero la verdadera insipidez se debe a que quienes la imaginaron fueron incapaces de perforar con mejor garra el material que tenían en manos.
No rozaron siquiera en su epidermis la materia con que se teje la excentricidad de la clase mexicana más presumida. Lo fundamental de lo nueve individuos no es que repitan tantas veces las palabras “wey,” “papi,” o “peda,” ni que hablen inglés sin gota de acento, sino el cuidado meticuloso –obsesivo– de la producción por evitar que la lente de la cámara retratara el país verdadero donde esos niños consentidos viven.
Con tal de no manchar la estética Beverly Hills de la serie, los productores desaparecieron el contexto y con ello los contrastes.
Si los personajes parecen extraños animales de zoológico, ante los ojos de la mayoría, no es porque, como confiesa alguna de ellas, tengan los ojos azules o sean rubios; la rareza deriva de su falta de empatía con respecto al resto de los habitantes del país donde nacieron y esa nota discordante, de haber sido atendida, hubiera producido una narración muy distinta.
En efecto, la mayor carencia de empatía provino de la producción: había mucho hilo sociológico para tejer que se desaprovechó. Llama por ejemplo la incongruencia de los protagonistas cuando dicen que son mexicanos –aún si no lo parecen (según sus propias palabras)– cuando al mismo tiempo es evidente que el resto de sus compatriotas les tienen sin cuidado.
El nacionalismo vaciado de nacionales es una categoría sospechosa que se desechó durante la serie sin sacarle mayor miga, a pesar de que ésta sea una de las grandes rarezas de la élite mexicana.
Un argumento, ese sí, muy rescatable es el retrato asignado a las mujeres de la alta sociedad: madres abandonadas, padres ausentes, presión social para que las mujeres contraigan buen matrimonio, rivalidad entre suegras y nueras, hijos sobreprotegidos por sus madres, mujeres como objeto de ostentación y un largo etcétera de conductas relacionadas con las asimetrías de género que, por cierto, no son en nada distintas a las del resto de la sociedad mexicana.
Hacia el capítulo 8 de la malograda trama los productores retoman para su guión el título de una antigua telenovela: se deciden a probar que los ricos también lloran. El problema es que la fatiga visual y auditiva alcanzada para ese momento es tal que se vuelve intrascendente el llanto de los niños bien.
ZOOM:
Made in Mexico es un producto que tuvo como propósito escandalizar.
Lo logra durante los minutos iniciales del primer capítulo, pero después pierde picante, se hace soso, burdo y obvio. Los realizadores pudieron haber aprovechado los condimentos que ofrecían sus protagonistas y su contexto, y sin embargo decidieron malbaratar el esfuerzo con una taza de café sin cafeína cargada de leche deslactosada.