No es cierto que la naturaleza y nosotros seamos entes separados. La biología del planeta se reparte y despliega entre sus habitantes y por eso sufrimos sus consecuencias. Cuando la tierra tiembla no solo nos agitamos físicamente porque también ocurre un terremoto en nuestra conciencia.

Por obra de una relación simbiótica, la energía telúrica provoca transformaciones radicales sobre nuestra manera de percibirnos en el mundo.

En México tenemos como antecedente las muchas revoluciones que comenzaron después del terremoto ocurrido el 19 de septiembre de 1985. La vida de millones de personas se puede trazar, todavía hoy, mirando esa fecha como punto definitivo de inflexión.

Y es que aquella violencia geológica tocó demasiadas vidas. Condujo primero a que las calles se poblaran de buena voluntad, porque incontables fueron aquellos que participaron en el rescate, la alimentación, el cobijo y la compasión indispensables.

Aquella generación nos vimos sorprendidos por nuestra capacidad, hasta entonces ignorada, para resolver como adultos lo que ni el gobierno ni nadie podía hacer por nosotros. Tomamos control sobre una realidad destruida y nos pusimos de pie.

Algunos todavía recordamos ese momento con mucho orgullo y dignidad. Sabemos que después de esa fatídica fecha, México no volvió a ser el mismo país porque el 85 impuso un tono irreversible para lo que vino después.

Sin ese episodio no habría sido imaginable, por ejemplo, la rebeldía que sucedió en Chihuahua frente al fraude electoral. Tampoco la participación masiva en las elecciones de 1988, que rompió la tediosa lógica del partido único. En fin, la energía telúrica, transformada en intensa conciencia humana, explicaría por qué la década posterior al 85 fue prolífica en transformaciones.

Cabe desde ya suponer que esta vez será parecido. La tragedia del martes pasado ha traído mucho dolor, desolación, ansiedad, pérdida de seres queridos y extravío grande de patrimonio. Al mismo tiempo, de las grietas que se abrieron bajo la tierra emergió otra vez el poderoso ánimo de ayudar, la necesidad de curar, de rescatar y de reconstruir. Prueba de que los mexicanos somos, sobre todo, gente decente; aunque sigamos necesitando de lo insólito para recuperar saber a propósito de nuestra más sincera identidad.

Como sucedió hace 32 años, este terremoto reciente también otorgó permiso para que las monumentales tensiones sociales —tantas cosas que irritan y revientan— hicieran erupción. El escenario devastado ha servido para recriminar sin concesiones la corrupción que merodea muchas coordenadas de nuestra vida en sociedad, la faramalla hipócrita a la que se han vuelto adictos algunos personajes públicos, y la manipulación política a la que son sometidos los bienes que supuestamente nos pertenecen a todos.

No son anecdóticos los episodios de la falsa niña Frida Sofía, ni el intento por manipular los apoyos que querían llegar a Morelos; tampoco la frivolidad de la señora Anahí, ni los asaltos en la calle y el robo en las tiendas.

La pronunciada intolerancia que estos hechos y tantos otros despertaron entre nosotros, es síntoma de una sociedad que no está dispuesta a seguir escondiendo bajo la tierra infamias, injusticias, arbitrariedad, ni inmoralidad.

Sucede que la energía de la naturaleza nos amplificó comprensión sobre cuánto ya iba mal antes del terremoto.

ZOOM:

Insisten los geólogos con que no es posible profetizar la fecha del siguiente evento telúrico. Sin embargo, contemplando la experiencia previa, no se necesita de una bola de cristal para prever el pronunciado ciclo de transformación social que México comenzó a experimentar a partir de las 13 horas con 14 minutos del martes 19 de septiembre de 2017. www.ricardoraphael.com@ricardomraphael

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