El cólera es una enfermedad altamente contagiosa que, en México, saturó los hospitales durante el mes de noviembre de 1833. Entonces, la probabilidad de sobrevivir era apenas del 50 por ciento. Mucho antes, en 1545, murieron 15 millones de personas en lo que ahora es nuestro país, por el contagio de la peste. Dos terribles epidemias que marcaron nuestra historia.

Cabe reconocer, en estos días, la emergencia de una nueva plaga: la revista británica de psiquiatría la identifica como “el Síndrome Jerusalén.”

Se trata de una sicosis manifiesta por medio de delirios a partir de los cuales las personas afectadas se identifican con personajes de la historia sagrada del Antiguo o del Nuevo Testamento.

Describen los especialistas que se trata de “un fenómeno del comportamiento observado en sujetos con engaño de tipo religioso.”

Al parecer, diversos personajes de la Biblia sirven como referencia para los sujetos infectados, como por ejemplo Moisés o el rey David, del Antiguo Testamento, o Jesús de Nazaret y Juan el Bautista del Nuevo Testamento.

En el extremo, esta enfermedad lleva a que el sujeto se asuma, al punto de confundirse, con tales personajes bíblicos. Algunos acostumbran a pasearse vestidos con túnicas o sábanas mientras predican y hacen plegarias por las plazas públicas.

Si las clínicas especializadas en tratar la salud mental abrieran las puertas a las personas afectadas por esta epidemia, cabría temer en México una dramática crisis de sobrecupo.

Resulta abrumadora la cantidad de seres humanos afectados en estos días por el síndrome de Jerusalén.

Llevan tiempo sintiéndose superiores al resto, son arrogantes, autosuficientes, soberbios, pagados de sí mismos.

Desde el dedo flamígero señalan a sus semejantes con actitudes inquisitoriales. Separan al mundo en dos: los que padecen el síndrome y quienes aún no se han contagiado.

Asumen que tienen una misión, que un designio divino los tumbó del caballo, que su comprensión del mundo es privilegiada, que un día los impíos vendrán a pedir clemencia, que solo los conversos merecen perdón.

Profetas de Jerusalén los hay en todos los ámbitos. La epidemia ha atacado a algunos defensores de derechos humanos, también a los cruzados de la democracia, a ciertos intelectuales intocables, a muchos periodistas, a casi todos los tecnócratas, a buena parte de los académicos que disfrutaban la comodidad del cojín de terciopelo, a ciertos artistas.

El síntoma más evidente es el de la superioridad. Las víctimas de esta epidemia creen que el otro es inferior y formulan su narrativa a partir de cualquier adjetivo que tengan a mano para arrojarlo con desdén: “neoliberal,” “conservador,” “naco,” “fifí,” “chairo,” “pobre,” “jodido,” “inculto,” “hijo de Porfirio Díaz,” “sobrino de Santa Anna,” “priista,” “panista,” “moreno,” “blanco,” “indio,” y así un largo rosario de epítetos que tienen como propósito principal distinguir al profeta del resto de sus semejantes.

El síndrome Jerusalén tiene como probable explicación la devastadora crisis moral que antecedió la aparición de tan infausta enfermedad.

Ante la corrupción que devora todo, los seres humanos intentamos trepar a la primera roca que nos coloca por encima del río ácido. Y desde esa posición, casi siempre lograda por obra del azar, nos da por maldecir a quienes todavía no han encontrado su propia cura.

Sin embargo, la víctima de esta psicosis no alcanza a darse cuenta de que, con su arrogancia, es transmisor potente del contagio.

ZOOM: Andrés Manuel López Obrador predicó este fin de semana, citando las bienaventuranzas, a favor de los pobres de espíritu. Quizá no sepa que esa virtud tiene que ver con no hacer exaltación de sí mismo, con no ser ni agresivo ni exigente, con estar en calma, con abrazar la verdad, con no ofender al otro, con no quejarse cuando los adversarios incordian. Con ocupar el último lugar, en vez de estar obsesionado con el primero.

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