Son ambos hijos de la pereza que, a falta de mejor neurona, prefieren arrojarse al uso excesivo de categorías sonoras, pero vacías de contenido.
Chairos y fifís son almas comodinas que han mandado su inteligencia de vacaciones para masturbarse en la hamaca de sus prejuicios más preciados.
Conservador, ultraderechista, izquierdista, resentido social, clasemediero, roto, pudiente, pobre, rico, blanco, moreno, liberal, plebeyo, burgués, neoliberal, obrero y así continúa el diccionario de los lugares comunes: el despliegue facilón de etiquetas cuyo único propósito es la descalificación.
La Constitución mexicana prohíbe toda forma de discriminación; entre las categorías sospechosas mencionadas en ese texto está la discriminación por opiniones. Y, sin embargo, se ha puesto muy de moda esta forma de deshonor.
Con sorprendente frecuencia se escuchan voces que estigmatizan al adversario con la sola intención de anular el diálogo, desestimando a partir de las opiniones ajenas o de la supuesta ideología contraria.
Abundan sujetos que empaquetan las ideas como si solo pudieran ser el producto de intereses inconfesables.
La discriminación es una práctica asimétrica, sistemática e injusta. Hoy, desde la asimetría del poder, se niega validez a la diferencia con adjetivos fatuos que sin embargo son efectivos a la hora de ridiculizar.
Con frecuencia tales adjetivos coquetean con el sentido del humor, pero en realidad son calificativos arrogantes dispuestos para inhabilitar con la burla a quien opina de otro modo.
Nuestra sociedad llega al presente como un cuerpo fragmentado por muchas espadas: prácticamente todo nos divide. En esto no hay novedad: por nuestras fracturas es que hemos almacenado tanta pólvora social.
Cada vez que descartamos las opiniones del otro —con etiquetas y sin argumentos— profundizamos esas mismas heridas.
Por esto fue esperanzadora la promesa política de la reconciliación. Sonaba bien la refundación de un país donde las opiniones pudieran coexistir pacíficamente, independientemente de la proximidad que tuvieran con una u otra ideología.
Fue feliz saber que había estatura moral como para no utilizar las fracturas explosivas en beneficio propio.
Pero el planeta no es hoy propicio para los denominadores comunes: la fraternidad está pasada de moda y la soberbia es una actitud que se premia a toda hora.
Si la democracia es el gobierno mediante el diálogo, más vale ir comprándole un bello ataúd a la democracia. Chairos y fifís han decidido detestarse sin pudor; asumen la conversación como un espectáculo envilecido y no como el sitio donde la confluencia de opiniones construye comunidad.
ZOOM:
Denunciar la fragmentación no basta para construir país, tampoco arrancar de tajo la discrepancia. México requiere conjugarse en un plural fraterno para que podamos desterrar la violencia social que a todos nos amenaza, más allá de nuestras particulares convicciones.