El jueves de la semana pasada Andrés Manuel López Obrador formalizó públicamente su política frente a los líderes del crimen organizado: afirmó que, oficialmente, contra ellos no hay guerra.
“No se han detenido capos, porque no es nuestra función principal … La función principal del gobierno es garantizar la seguridad pública, ya no es la estrategia de los operativos para detener capos.”
La declaración coincidió en el tiempo con las conclusiones que la fiscal Andrea Goldbarg estaba ofreciendo ante el tribunal federal de Brooklyn, contra Joaquín Guzmán Loera.
Ahí, ella recordó una de las escenas más escalofriantes escuchadas durante este proceso: “Joaquín Guzmán tenía a sus pies a dos individuos que habían sido golpeados mortalmente; sin embargo, ambos respiraban todavía. Estaba furioso porque habrían trabajado para el cártel rival. Los maldijo, les disparó y ordenó a sus sicarios que lanzaran los restos al fuego.”
Las pruebas que relacionan al Cartel de Sinaloa con actos de tortura, desapariciones, secuestros y asesinatos se apilan por montones. La evidencia presentada durante el juicio no deja dudas sobre el papel que desempeñan los capos de la droga a propósito de la inseguridad y la violencia sufrida en México.
Guzmán y muchos otros han sido variable principal del horror experimentado durante los últimos quince años.
El expediente que presentó en Brooklyn la fiscalía incluye más de un millón de mensajes interceptados a los integrantes del cártel y cientos de grabaciones donde se escucha la voz del Chapo dando instrucciones.
La fiscalía decidió, además, pedir la comparecencia de 14 individuos que narraron con detalle el ejercicio y la mecánica del poder de la organización más importante y prolífica del mundo, dedicada al tráfico de drogas.
El juicio en contra de Guzmán Loera es un libro abierto para quien quiera comprender, entre otros temas, la profundidad de la corrupción que liga al crimen con las instituciones mexicanas.
Si la violencia y la corrupción importan, este proceso en contra de Guzmán Loera debería importar también, porque durante su desarrollo se exhibieron, no solo a las personas corruptas, sino a la enfermedad que tiene contagiado a buena parte del Estado mexicano.
Darle la espalda a lo que se dijo en ese tribunal, sería tan ingenuo como creer que, por obra de magia, los peores males de México se marcharon del país.
El 21 de noviembre del año pasado, el presidente López Obrador dijo en entrevista que las declaraciones de Guzmán Loera, “podrían servir para conocer la verdad histórica …, pero (debía) esperarse a la presentación de las pruebas en medio del juicio.”
¿Qué cambió en el criterio del presidente durante estos dos meses? ¿Las pruebas fueron insuficientes? ¿La evidencia no le satisfizo?
En aquella misma entrevista López Obrador responsabilizó al sistema neoliberal como principal causa de la corrupción: “no justifica lo que hizo El Chapo, pero … la corrupción que hay en el país tiene una mayor dimensión que la ocurrida en dicha criminalidad.”
Esta discutible afirmación es consonante con otra que realizó el pasado viernes 25 de enero refiriéndose a los huachicoleros: “No los condenamos, entendemos por qué tuvieron que meterse a esas actividades, pero ahora con el cambio de gobierno hay (otras) opciones.”
ZOOM:
El presidente tiene un diagnóstico que es muy peligroso. Supone que la ideología detrás del sistema económico debe ser considerada como atenuante en la comisión de actos criminales. Pero ni la Constitución, ni las leyes mexicanas prevén esa hipótesis. Mientras tal cosa no cambie, la única manera de combatir la violencia y la inseguridad es persiguiendo por la vía penal a quienes asesinan, secuestran, extorsionan y torturan; independientemente de que se dediquen al trafico de drogas.