Por el cinismo con el que la corruptela de la clase política se exhibe en los medios, la población reacciona iracunda ante cualquier propuesta que provenga del sector público, así sea federal, estatal o municipal.

Existen sobradas razones para ello, pero eso no significa que los mexicanos pensemos que como todo “lo público” es corrupto, entonces todo “lo privado” es honesto ¡No somos tan torpes!

De hecho, aplicando el viejo refrán que nos recuerda que “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”, pensaríamos que no hay empresa privada que hubera tenido o que tenga “quehaceres” con el sector público que se salve, especialmente en un país en el que reinan los monopolios y oligopolios.

Es más ¿cómo hablar de un sector privado impoluto, cuando somos una nación que se caracteriza por la concentración de mercados en los sectores económicos más importantes, y que necesariamente para obtener su concesión o mantener ese poder tuvieron que recurrir a la protección de algún órgano de gobierno?

Contamos con un sector financiero altamente concentrado, que fija condiciones exorbitantes con las que ahogan a pequeños empresarios, y a la micro, pequeña y mediana empresa, y todo bajo la mirada impasible de la Secretaría de Hacienda y sus reguladores: Banco de México y la Comisión Bancaria y de Valores.

Nos preciamos de nuestros cuasi monopolios: cemento y concreto; harina de maíz; semillas; distribución de pan procesado; transporte; ferrocarriles; tiendas de autoservicio y departamentales; mineral del cobre; telecomunicaciones; televisión abierta; televisión de paga, sólo por poner algunos ejemplos.

Todos ellos —sector privado— argumentan que su éxito es resultado de su atinada administración y férreo control de gastos, especialmente el aplicado a mantener salarios bajos: receta infalible para la concentración de riqueza y desigualdad económica en nuestro país.

Es ese sector privado, representado por el Consejo Coordinador Empresarial (CCE), quién a través de su presidente, Juan Pablo Castañón, en rueda de prensa del martes pasado señaló que en relación con la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) “Existe una posibilidad de que nos levantemos de la mesa. ¿Cuáles pueden ser las causas? Pues que no podamos cumplir con lo que los socios nos pidan, con circunstancias que ya no estén con la realidad de México”.

Ante tamaña declaración, que contrasta en forma sorprendente con las posiciones adoptadas hasta la fecha, me parece que son dos los temas sobre los que es imprescindible reflexionar:

El primero se relaciona con las causas que llevaron al CCE a cambiar tan radicalmente su postura respecto al TLCAN.

En mi opinión, aunque su argumento lo basen en la torpe propuesta estadounidense de aplicar un control estacional de las exportaciones de fresa y blueberries (que parece buscapiés); la realidad es que, lo que para el CCE y sus asociados es inaceptable, es la demanda canadiense vinculada a la mejora salarial y el desarrollo de las condiciones laborales de los asalariados mexicanos, especialmente en manufacturas.

No, eso no implicaría inflación. De hecho, una mejora salarial no tiene porqué ser transferida al precio de los bienes y servicios, basta una reducción en las expectativas de retorno de inversión por parte de los accionistas de cualquier empresa. Es decir, una mejor distribución de la riqueza, alineada con estándares internacionales.

El segundo, que es de llamar la atención, es el atrevimiento del sector privado para determinar cuando México, como nación, debe levantarse de la mesa de la negociación de un tratado internacional.

¿Quién es el CCE para decidir si México se levanta de las negociaciones? Las definiciones del actuar de nuestro Estado mexicano le corresponden al Presidente de la República y al Senado.

Con respeto al señor Castañón, le pido que recuerde que como representante del muy puro y honesto sector privado, a él y a los suyos apenas les corresponde asesorar desde el cuarto de al lado.

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