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La elección de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia de México ha llenado de esperanzas e ilusiones al pueblo mexicano. El primer proceso electoral realmente democrático y el más importante en términos de participación de la historia del país, marca una ruptura (hasta el momento simbólica) con la dominación bipartidista de la Silla Presidencial.
La victoria en el Congreso y a nivel estatal fue también apabullante: la coalición “Juntos Haremos Historia” ganó con amplia ventaja cuatro gubernaturas de ocho y controlará las dos cámaras legislativas.
En resumen, el capital político del que dispone AMLO no tiene precedentes en la historia moderna de México. Llegará a Los Pinos con la legitimidad de aquel que es percibido por la mayoría como el único capaz de garantizar un cambio verdadero. Las expectativas con López Obrador son tales que ya durante su campaña, tuvo la osadía política de prometer una “cuarta transformación” para México, comparando su movimiento a la Independencia, la Reforma, a la Revolución mexicanas. Proyecto ciertamente ambicioso y valiente, pero ¿realmente viable?
Transformar no sólo significa modificar la ideología política del gobierno, significa deconstruir la forma en que generamos conocimiento, involucra una crítica profunda de la vida social y de nuestra relación con la naturaleza. Una transformación verdadera implica modificar de manera estructural el metabolismo social mexicano: la manera en que extraemos y producimos recursos, la manera en que consumimos y la manera en generamos desechos. En suma, un cambio verdadero implica un cuestionamiento integral del modo en que concebimos el crecimiento y el desarrollo.
AMLO no propone eso. Propone acabar con ciertas relaciones sociales de dominio/explotación, pero no plantea una discusión estratégica y a largo plazo de lo que ello conlleva. En los parámetros actuales, la reducción de las desigualdades, la mejor repartición de la riqueza y la creación de empleos, exigen crecimiento económico, lo cual se traduce en la profundización de nuestros vínculos de dominio/explotación de la naturaleza. Si queremos desarrollarnos, debemos seguir produciendo y quemando combustibles fósiles, sobreexplotando nuestras tierras de cultivo con fertilizantes nitrogenados, herbicidas y pesticidas sintéticos, ignorando las vedas, mancillando la biodiversidad…Dicho brevemente, seguiremos acumulando desechos y degradando el entorno natural para alcanzar nuestras cuotas de crecimiento.
Si México quiere desarrollarse a imagen de Europa occidental, Japón y Estados Unidos, tendrá que seguir estas mismas lógicas extractivas y destructivas de crecimiento exponencial. Acceder a los niveles de vida que se nos han negado históricamente, implica renunciar (temporalmente, hasta que nuestro entorno lo permita) a modelos de consumo y de producción sostenibles y sustentables. Porque el grueso de la sociedad mexicana no sólo quiere acceder a una mejor calidad de vida (mejores servicios públicos, mejores infraestructuras, menores desigualdades), pero también a los niveles de sobreconsumo de los que gozan las sociedades desarrolladas. Sea cual sea la ideología política del gobierno en turno, el Estado mexicano no va a abandonar sus ambiciones de desarrollo, mismo que demandará mayores niveles de extracción y consumo de hidrocarburos.
Se ha demostrado ampliamente que la combustión de energías fósiles es el principal causante de la sobreacumulación de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmosfera, responsables del cambio climático. México aporta alrededor de 1,6% de las emisiones globales ocupando el décimo segundo puesto a nivel mundial. Pese a estos altos niveles, es claro que el Estado mexicano no va a renunciar a sus actividades petroleras que representan casi 40% del presupuesto federal, porque, como lo ha sido desde la primera mitad del siglo XX, el petróleo es “la palanca del desarrollo nacional”. Ya lo anunció López Obrador: durante su sexenio, se construirán al menos dos nuevas refinerías. Aunque en teoría, la protección del medio ambiente es un eje prioritario de la estrategia del nuevo gobierno(
, en la praxis será una prioridad secundaria. ¿Cómo reducir nuestras emisiones de GEI y nuestro impacto ambiental si nuestra economía, peor aún, nuestra complejidad sociopolítica dependen del petróleo?
La propuesta de AMLO es firme: “vamos a volver a levantar la industria petrolera” [sic]. Para ello, el nuevo gobierno buscará disminuir la dependencia energética exterior aumentando la capacidad productiva de los yacimientos de crudo e invirtiendo en la industria petroquímica (refinerías) (2). El objetivo es que la producción diaria de petróleo pase de 1,8 millones de barriles actuales a 3 millones de barriles en 2024.
Pero ¿estos objetivos son realizables? Se necesitan inyecciones de capital monumentales que no tenemos y que sólo podremos obtener mediante la deuda y, de tecnología que tampoco tenemos para explotar los yacimientos de crudo no convencional. El problema de la industria petrolera mexicana no es solamente, como lo ha sugerido AMLO, la corrupción, la falta de tecnología e inversión y la privatización. El problema de fondo es geológico.
En 2003-2004, México alcanzó su peak oil (pico geológico de producción) de crudo convencional. Esto quiere decir que se llegó a la capacidad máxima de extracción de los yacimientos convencionales mexicanos. Desde entonces y como los muestra un reciente análisis (3) del Centro Anáhuac de Investigación en Relaciones Internacionales, la producción de petróleo en todas sus formas decreció a un promedio de 4,05% anual y el consumo aumentó a un promedio de 1,4% anual, lo que ha resultado en un descenso promedio anual de 14,9% de la capacidad exportadora real de México. Si los ritmos de producción y consumo se mantienen como hasta ahora, podemos anticipar que para 2020 México dejará de ser exportador neto de crudo para convertirse en importador neto. Esto supone que, en el futuro cercano, México no dispondrá de excedentes petroleros destinados a la exportación. Excedentes que han sido la mayor fuente de ingresos del Estado mexicano durante casi un siglo. Vaya desafío que tenemos por delante.
Ante el agotamiento geológico de las reservas petroleras, ni siquiera la tecnología más avanzada, ni las nuevas refinerías, ni el capital especulativo podrán “levantar” a la industria petrolera mexicana. Adiós independencia energética. La dictadura de la geología se impondrá de la manera más tiránica posible.
Y pese a los obscuros pronósticos, no parece factible que México de un paso real hacia energías renovables, sino que seguirá apostando por la energía fósil como fuerza motriz de su complejidad estatal y de sus ambiciones de desarrollo. El problema es que cuando México se convierta en importador neto (si no es en 2020, será durante los primeros años de la próxima década) las opciones de alcanzar los niveles de vida del “Primer Mundo”, se irán diluyendo gradualmente. Así de simple. Y si a esto agregamos los problemas ambientales del país, la cuarta transformación se vislumbra cada vez menos factible.
Como la de muchas otras naciones, la problemática medioambiental de México es crítica. Una manera sencilla de comprobarlo es observando su huella ecológica, indicador que mide la “capacidad de carga” de nuestros ecosistemas. Esta se refiere a la población máxima que un entorno natural puede soportar en un tiempo determinado. Desde 1977, México vive en un déficit ecológico: los 127 millones de habitantes del país consumen más recursos (agua, energía, alimentos, biomasa, minerales) y producen más desechos de los que sus ecosistemas nacionales pueden generar y procesar cada año, funciones que se conocen como “biocapacidad”. De acuerdo con la Global Footprint Network, si el mundo viviese como los mexicanos, el 28 de agosto de 2018 sería el día en que humanidad habría consumido su presupuesto anual de recursos naturales.
¿Por qué debemos preocuparnos?
Porque nuestra economía e infraestructuras nacionales son mortalmente dependientes de los hidrocarburos, los mayores vectores del cambio climático.
Porque nuestras ambiciones de desarrollo y el crecimiento demográfico irán de la mano del incremento del consumo de energía (petróleo y gas) y de recursos, así como de la producción de desechos.
Porque México no dispone (y seguramente no dispondrá a corto plazo) de una legislación adaptada a la lucha global contra el cambio climático y otras presiones antrópicas al planeta. El Estado mexicano no puede contentarse con las buenas intenciones del Acuerdo de París cuya aportación al combate del “calentamiento global” es francamente nula. México debe llevar a cabo una reforma para incluir el desarrollo sustentable y sostenible y la transición energética en la Constitución. Pero ello demanda una real voluntad política que lamentablemente no existe.
Porque las energías renovables no tienen la densidad energética ni la versatilidad del petróleo y nunca podrán otorgar los mismos rendimientos.
Porque a escala estatal, todo el ciclo de producción-consumo de energías “limpias” y de alimentos es dependiente de la energía fósil, particularmente del petróleo; como insumo para la fabricación de infraestructura y par la producción de fertilizantes, herbicidas y pesticidas, como combustible para mover maquinaría y para el transporte. A medida en que el petróleo se siga agotando, la producción alimentaria y la producción de otras fuentes de energía tenderá a reducirse paralelamente.
Porque al convertirnos en importadores netos, el presupuesto estatal se irá recortando progresivamente y las administraciones subsecuentes se verán forzados a reducir el gasto social y aumentar los impuestos a pesar de las promesas de cambio.
Porque el overshoot (rebasamiento) de la capacidad de carga, ha sido uno de los vectores principales del colapso de numerosas sociedades complejas del pasado (4). En la medida en que la disponibilidad recursos naturales se siga contrayendo, la estratificación social se agravará.
En palabras llanas, las tensiones sociales entre “ricos” y “pobres” se acentuarán (5). Dada la coyuntura actual de agotamiento de las fuentes de energía y de otros recursos naturales estratégicos y de degradación de los ecosistemas, las desigualdades no se reducirán, sino que tenderán a agravarse en el futuro próximo de la misma manera que la crisis de gobernabilidad, la inseguridad y la violencia.
El país se acerca peligrosamente a una crisis socio-ecológica sin precedentes en nuestros 200 años de historia estatal. Mientras la población siga aumentando, las presiones sobre el medioambiente se sigan amplificando, las luchas sociales por el acceso a los recursos menguantes aumentarán a la par.
La Ciudad de México presenta ya síntomas de colapso. La densidad demográfica de la zona metropolitana es brutal y los recursos disponibles no son suficientes para abastecer a los millones de personas del valle de México. La pérdida de vegetación boscosa va en aumento, los cuerpos acuíferos superficiales se han evaporado, el bombeo excesivo no ha parado reforzando el hundimiento de la urbe, los efectos de las inundaciones son cada vez más importantes, los niveles de contaminación del aire son colosales y la gestión de los desechos está completamente rebasada.
Muchas delegaciones de la capital mexicana tienen serios problemas de acceso al agua. En realidad, lo que ha sucedido es que el suministro se ha canalizado deliberadamente a zonas de mayor poder adquisitivo generando un enorme déficit en zonas populares. Por si fuera poco, la corrupción de las autoridades permite que se sigan otorgando permisos para la construcción de megaproyectos residenciales a alto consumo energético y de recursos, lo que no hace más que agravar la ya insostenible desigualdad socio-ecológica de la Ciudad. Estas claras desventajas
están generando bombas de legítimo resentimiento social que no tardarán en explotar.
Ante estos desafíos, debemos pensar en las opciones que tenemos como sociedad si seguimos abrazando los mismos parámetros de crecimiento y desarrollo. Nuestras legítimas ilusiones de
progreso significan renunciar a corto plazo a modelos de producción-consumo sostenibles y sustentables. ¿Qué sucederá cuando nos demos cuenta de que la degradación medioambiental
del país es en realidad el gran impedimento para convertirnos en una nación desarrollada a imagen de los Estados que durante años han saqueado nuestros recursos y explotado nuestra mano de obra?
Al margen de preferencias políticas, es tiempo de pensar seriamente en el futuro que queremos construir. No se trata de un debate ideológico, ni de una preocupación “ecologista”, se trata de una reflexión de anticipación estratégica sobre la seguridad futura del pueblo mexicano.
1 Véase Proyecto alternativo de nación 2018-2024.
2 El descubrimiento de dos yacimientos en las costas de Tabasco cuyas concesiones de explotación ya han sido otorgadas a tres compañías extrajeras (ENI, Panamerican y Talos Energy), han reforzado el discurso petrolero de AMLO. Estas reservas son en efecto importantes, pero al tratarse de yacimientos de aguas profundas, su Tasa de Retorno Energético (la relación entre la energía invertida y la energía producida) es bastante baja pues sus costos de producción/refinación son muy altos. Para que estas reservas sean rentables, los precios internacionales del petróleo deben ser de al menos 90-100 dólares por barril. Desde el tercer trimestre de 2014, los precios del Brent y el West Texas Intermediate han estado por debajo de los 90 dólares por barril, lo que ha afectado sobre todo a las economías exportadoras como México cuyos ingresos se han recortado notablemente. Si los precios no aumentan, la producción de petróleo no convencional (como el de los nuevos yacimientos tabasqueños) no será rentable. Pese a ello, lo más probable es que dichas reservas sean parcialmente explotadas gracias a la especulación financiera.
3 Arellanes, J. (2018). Export Land Model. México y su capacidad exportadora real de petróleo crudo. Centro
Anáhuac de Investigación en Relaciones Internacionales.
4 Para una discusión más amplia véase Diamond, J. (2005). Colapso: Por qué unas sociedades perduran y otras
desaparecen. Barcelona: Debate.
5 Véase Motesharrei, S., Rivas, J., y Kalnay, E. (2014). Human and nature dynamics (HANDY): Modeling
inequality and use of resources in the collapse or sustainability of societies. Ecological Economics, 101, 90-102.