Desde que nací siempre he vivido en el DF, la ciudad sin nombre hasta 2015. Cuando finalmente el gobierno planeaba darle un nombre, yo imaginé que podría llamarse, tal vez, Ciudad Aztlán, Ciudad Tenochtitlán o Ciudad Anáhuac, sin embargo la llamaron Ciudad de México, ¿cómo? —pues ¿qué el país no se llama República Mexicana o Estados Unidos Mexicanos?— Finalmente quedó con el nombre de un país antiguo “(escrito antes con jota: MÉJICO”), cuyas siglas, en color rosa mexicano y negro, en números romanos (CDMX) se leen como la ciudad 400 mil 10.
Para un habitante como yo, 100% citadino, cosmopolita, la ciudad es su costumbre de vida, su luz, sus horarios, sus calles, sus barrios, etc., son sus recuerdos. Naturalmente que las ciudades crecen, se modernizan. El dinamismo es el motor que les da vida.
En esta ciudad, que para mí sigue sin un nombre apropiado, han habido muchos cambios. Algunos buenos, otros malos, pero necesarios. La mayoría, pienso, fallidos por una falta de lo que en Inglaterra se entiende como “el sentido común”.
LA EDUCACIÓN
Los cambios han sido desastrosos. En primer lugar hacia 1972, cuando era presidente don Luis Echeverría, en la SEP “ELIMINARON DE LA ENSEÑANZA LA LETRA CURSIVA” o manuscrita para imponer una letra tipo script, llamada también “de molde”. Ahora, el estudiante en vez de escribir las palabras de un sólo golpe tendrá que escribir letra por letra para formar una palabra, lo que resulta mucho más tardado y torpe, quitándole sentido al concepto de PALABRA. Acabaron con la caligrafía para pasar a una letra mediocre, privando a las generaciones venideras de desarrollar su personalidad a través de su caligrafía. Ahora, los jóvenes no entienden o les cuesta mucho trabajo entender los escritos en letra cursiva y me han manifestado tristeza por no saber escribir “con esa letra que escribe usted”, como me dijo algún joven en el banco al tratar de descifrar un cheque que le extendí.
En mi época se entraba a primero de primaria a los cinco o seis años de edad; se aprendía a leer, escribir, sumar y restar. En segundo año había cuadernos de doble raya y se empezaban los ejercicios de caligrafía; en tercero se aprendían las tablas de multiplicar, las divisiones, la geometría, y del lápiz se pasaba a usar la pluma fuente para escribir y tomar dictados. Salían los niños de 11 o 12 años de la educación primaria. La secundaria era igual que ahora, de tres años, y los adolescentes la terminaban hacia los 14 o 15 años . Luego venía la preparatoria o bachillerato, que era solamente de dos años; salían de 16 o 17 años de la preparatoria y a los 18 se entraba a la Universidad, y con cinco años de carrera universitaria a los 22 o 23 años se recibían los jóvenes profesionistas. Pero eso cambió, se les ocurrió a los de la SEP la brillante idea —¿para qué o con que fin?, me pregunto— de aumentar un año el bachillerato. Prolongar la preparatoria UN AÑO MÁS fue cruel para los padres, pues implicaba un año más de gasto, pérdida de tiempo, retraso en las aspiraciones, aburrición y fastidio de los estudiantes, lo que conllevó a un mayor abandono escolar y a un desaliento; tarda mucho la entrada a la Universidad y sí acaso reprueban un año, la decepción es hoy en día mayor…
La fotografía que acompaña este escrito la tomé a principios de los años 70. Es un ejemplo de una escena que se nos fue y ya no veremos nunca más. Ahora esa mujer que hace cuentas en la banqueta con un gis seguramente lleva un celular que se encargará de sumar y escribir por ella… (continuará)
***En la foto: Matemática en la banqueta, colonia Hipódromo, 1971. (CORTESÍA PAULINA LAVISTA)