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Continúo con mi narración sobre las sirvientas que, desde mi más tierna infancia, han aparecido y desaparecido de mi vida dejando en mi memoria admirables casos de superación y otros no tanto:
Petra, 1978
En primer lugar quiero narrar a mis lectores el más asombroso caso, que fue el de Petra:
Hacia principios de 1978 llegó a nuestra casa de Coyoacán, con 22 años de edad, una joven y bella muchacha morena, alta, esbelta, con una larga cabellera negra que le llegaba abajo de la cintura, de minifalda, lo que dejaba ver sus torneadas piernas. Era madre soltera de un hijo de cinco años, que su madre y hermanas le cuidaban. Se empeñó como sirvienta “de planta” sin ninguna experiencia de trabajar en una casa de clase media.
Mi madre me enseñó el precepto de que para mandar hay que saber hacer, de manera que yo aprendí, por ella, a tender una cama, a barrer, a trapear y a sacudir, a cocinar y a planchar mis camisas de algodón. Solía decirme mi madre: “Para manejar bien una casa, a las sirvientas tienes que enseñarles con el ejemplo”.
Siguiendo el precepto de mi mamá, empecé a entrenar a Petra como cocinera y, de inmediato, me di cuenta de sus habilidades. Aprendió a cocinar muy bien. Al hacerle la lista para las compras del día me confesó que no sabía leer ni escribir, porque como sus familiares eran testigos de Jehová no la habían mandado a la escuela. Esto me pareció terrible y decidí comprar un silabario y enseñarle a leer y a escribir. La lavandera, Altagracia, una mujer que planchaba las camisas de algodón como los reyes, tampoco sabía leer. De manera que organicé un saloncito con un pizarrón y, por las tardes, después de comer, recoger y lavar los trastes de la cocina, me dispuse a darles clases a ambas. A doña Altagracia, la lavandera, de 50 años de edad, le fue imposible aprender; sin embargo, Petra rápidamente aprendió no sólo a leer y a escribir sino también a sumar y restar.
Petra en pocos meses se hizo indispensable para la buena armonía de nuestro matrimonio. Cocinaba a la perfección y hacía todos sus deberes con mucha diligencia.
Esto me permitía trabajar con libertad en mi oficio y así podía yo ausentarme durante días o semanas para cumplir las misiones fotográficas mientras ella atendía el hogar y cocinaba para Salvador, quién, como escritor, trabajaba y comía en casa.
Al poco tiempo, Petra me pidió permiso para estudiar en las tardes un curso de corte y confección, a lo cual, naturalmente, accedí. Asombrosamente, en pocos meses terminó el curso. Momentos antes de salir a la ceremonia de su graduación como costurera le tomé a Petra la fotografía que ilustra en esta ocasión mi texto. Luego la ayudé a comprarse una máquina de coser y así empezó a coser unos vestiditos plisados para niña, muy bonitos, que elaboraba los fines semana y los vendía bastante bien para ayudar más a su familia. Todo lo hacía bien, era bella, amable, sensible.
En esas épocas, Salvador Elizondo, con el sentido del humor que lo caracterizaba, solía decirnos a Petra y a mí: “En esta casa se me debería llamar a comer con un !GONG¡, en vez de los gritos de: Ya está servida la comida señor!”
Petra, quien en menos de dos años había aprendido a leer, escribir, sumar, restar y se había graduado de costurera, era realmente apreciada por nosotros y… ¡Zaz!, un día me dice: “Señora, me da mucha pena, pero fíjese que me han ofrecido un trabajo fuera de México y no se sí irme o no, yo los quiero tanto, pero…” Yo le pregunté a dónde y me contestó que le habían ofrecido irse de sirvienta con el embajador de México en ¡¡¡Suiza!!! Bueno, a mí me pareció fantástico y le contesté que ni lo pensara, que se fuera a Suiza con el embajador, que era una oportunidad de oro para ella.
Y ¡¡¡sí!!!, Petra se fue a Suiza dejándonos en el abandono a mí y a Salvador.
Tuvo mucho éxito como cocinera en la casa de la embajada con algunas de mis recetas y, según me contó el embajador en una reunión, hablando de Petra, tenía muchos pretendientes por su atractiva belleza. Bueno, pues Petra, ya en Suiza, se inscribió en la Alianza Francesa y aprendió francés; y cuando se regresó el embajador, ella se quedó en Suiza e, increíblemente, se casó con un banquero suizo.
Un día vino a México por su hijo, para llevárselo a Suiza, y pasó a visitarnos. Llegó muy elegante, con un traje sastre gris, y de regalo nos trajo un ¡GONG!
Nunca olvidaré a Petra como un ejemplo extraordinario y grandioso de superación personal. (Continuará)
***Fotografía: Petra, 8 de noviembre de 1978. (CORTESÍA PAULINA LAVISTA)