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Pongámonos cursis; sí, PyeongChang nos da la oportunidad de serlo, de sacar nuestro lado sensible y meloso. Y es que el patinaje artístico se presta para ello, para mostrar ese lado romántico, estilizado y perfecto del deporte, ese lado en el que el atleta es capaz de enseñar que su fortaleza física también puede emocionar.
Recuerdo a la perfección la primera ocasión que vi lo que se podía hacer sobre el hielo. Si ustedes son de mi generación, sabrán quién era Alexis Winston, un personaje llevado a la pantalla que tenía destinado convertirse en una gran patinadora. Si bien, fue también la primera ocasión de acercarme a un verdadero drama, también me hizo ver la complejidad que conlleva mezclar un deporte con la música y la danza para maravillar, sorprender y hacer vibrar con cada elemento que se desarrolla sobre una pista de hielo, convirtiéndose en un Castillo de Hielo cada vez que se ejecuta una rutina, capaz de hacerte sentir ese amor, odio, decepción, tristeza o alegría que cada movimiento tiene como objetivo desde el momento mismo que, como guión, es planteado.
Cada movimiento va acorde al son que la música plantee. El salto y la secuencia no solamente deben cumplir con una perfección estética, que —junto al arte escénico— puedan cimbrar y desbordar una emoción compleja, porque el arte de transmitir una emoción y envolverte en ella no es materia fácil.
Hace 20 años que los canadienses Tessa Virtue y Scott Moir patinan juntos. Eran unos niños cuando se convirtieron en pareja sobre la pista de hielo. Hace mucho tiempo que juntos no solamente han trabajo una técnica impecable, también han sido capaces de convertirse en actores de cualquier tipo de comedia o melodrama. Bajo un esquema de complicidad han podido llevar a otro nivel lo que el patinaje artístico busca transmitir.
Las miradas, los loops, los saltos paralelos, la forma en que pueden convertir un Axel” en una sincronía que sólo puede defenderse con la química que impera en esta pareja.
Pocas duplas sobre el hielo te pueden estremecer tanto como ellos. Recuerdo en 1994 como Ekaterina Gordeeva y Sergei Grinkov eran capaces de enamorarte en cada una de sus rutinas, de envolverte en cada movimiento, de hacerte sentir en realidad lo que sentían uno por el otro al instante que tocaban el hielo. La espectacularidad de sus delicados movimientos nos lleva a admitir que, por lo menos en la pista de hielo, la pareja perfecta sí existe, y muestra una belleza imposible de alcanzar en la escena deportiva.