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Recién desempacado del Abierto de Acapulco, enfrentaba su segunda final de la temporada. Salió primero, la mirada fija al piso. No hizo contacto visual con la cámara que lo seguía. Entró a la cancha con pasos firmes, sus tenis color rosa caminaron hacia el centro, concentrado, sus muñecas estaban listas. Sabía perfectamente qué hacer, ya lo había hecho en seis ocasiones anteriores de las 24 que lo había enfrentado; así, tranquilo, esperó al número uno del mundo, su rival en turno, Roger Federer.
El sol en pleno apogeo, tan típico en una tarde californiana antes de la llegada de la primavera. La final del primer Masters 1000 del año, una afición inclinada hacia el suizo, algo que a Juan Martín no le extraña: que la ovación no sea para él. Han pasado 11 años desde que se enfrentaron por primera vez, justo cuando el argentino —entonces de 18 años de edad— comenzaba a escribir su historia en el circuito profesional de la ATP, en Wimbledon de 2007, pero ahora era diferente. Hace poco más de un año que lo venció en Nueva York; no pudo repetir en Shanghai y mucho menos quitarle el triunfo en Basilea, pero la tarde de este domingo era distinta. Desde el primer punto conseguido, se impuso tanto física como mentalmente.
Así como Federer, no hace mucho que Del Potro se reinventó como tenista. Superó dos años complicados, recuperó su muñeca izquierda. Tenía que volver y, para hacerlo como debía, tenía que cruzarse en su camino a Sebastián Prieto. La tranquilidad y el orden fueron los ejes fundamentales para que el argentino supiera ejecutar cada drive de sus últimos encuentros con autoridad. Mejoró su revés a dos manos y mentalmente se hizo tan fuerte que dejó atrás aquellas manías que le impedían buscar opciones potenciales durante sus juegos.
Y así se paró ante él.
Inhabilitó al número uno del mundo, lo llevó a donde quiso; incluso, lo hizo mostrar un lado poco visto en el suizo. Nos hizo ver a un Roger Federer desesperado, enojado, reclamando al juez como pocas veces. Aprovechó la inestabilidad de su rival y creció sin importarle el drama que generaba en las gradas cada punto que ganaba. El cansancio no lo venció. Había un revés más que dar, un ace extra que sacar. Contragolpeó hasta que dejó atrás toda admiración y respeto por su viejo ídolo.
Así ganó por primera vez un Masters 1000, el segundo trofeo de 2018, un año que seguramente lo acercará a cumplir ese sueño que se auguró a los 16: “ser número uno”; tal vez, este sea su año.