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La narración Los chanclos de la felicidad, de Hans Christian Andersen, plantea la paradoja de la insatisfacción humana ante cada circunstancia específica. Nada nos resulta perfecto, y las condiciones ajenas son ideales hasta que llegamos a ellas. Ludwig von Mises ha sintetizado el leit-motiv del cuento en una frase: “donde no estás tú, ahí está la felicidad”.
Lo cierto es que algunas circunstancias resultan insostenibles. El flujo masivo de latinoamericanos hacia Estados Unidos, por ejemplo, lejos de constituir una anécdota que evidencia la insatisfacción caprichosa, revela una realidad terrible: en ciertos países no sólo está negada la felicidad, sino la vida misma.
No es aventurado sostener que existen imágenes que describirán para la historia el retrato de este 2018 que agoniza. Aunque la selección pueda resultar discrecional, el dramatismo de cada caso es innegable. La escena más llamativa muestra la peregrinación de centroamericanos que escapan del terror desatado por las pandillas, con la esperanza de hallar mejor fortuna en Estados Unidos. Un poco más al sur, como saldo inevitable de una dictadura ciega y sorda, la tierra de Simón Bolívar experimenta un éxodo forzado hacia Colombia, Brasil o Perú. Por último, la agresión con piedras al autobús de Boca Juniors, además de lesionar a dos jugadores y arruinar el espectáculo para 66.000 aficionados, provocó que el partido entre River Plate y el club de la ribera se jugase en Madrid. Parece poca cosa, pero en 58 años de historia la final de la Copa Libertadores nunca se había jugado fuera del continente.
Los episodios acontecen distanciados por sus fines y su gravedad, es cierto, pero llevan marcado el signo de una misma tragedia: la dificultad de cristalizar los sueños en tierra propia. Arenales en llamas, senderos mortales, el repudio social; ninguna frontera, natural o creada, significa un obstáculo tan detestable como sucumbir ante las trampas del subdesarrollo, sean éstas sociedades extractivas, dictadores o barras bravas. ¿Cuál es el precio a pagar? Dos mujeres narran cómo, además del hambre y el cansancio, tuvieron que soportar una violación cuando viajaban arriba de “la bestia” en su paso por México. Familias venezolanas deben separarse en Pacaraima, la frontera con Brasil, antes de que el hambre y el paludismo las separen para siempre. Javier Cantero vive un exilio futbolístico, por asumir la responsabilidad del descenso del club Independiente, sí, pero también por haber enfrentado a la barrabrava, así como a dirigentes y autoridades coludidos con ella.
Estas imágenes, sin embargo, apenas son instantáneos de una secuencia de decisiones que comenzó décadas atrás.
En 1980, el estallido de la guerra civil en El Salvador conmovió al mundo, pero no resultó sorpresivo. Desde 1931, los gobiernos militares propiciaron, entre otros desatinos, el reparto desproporcionado de la tierra, lo que degeneró en miserias absolutas y fortunas impresentables. Fuese como producto de la pobreza o del Estado de policía que impuso un cepo a las libertades, el saldo total de cincuenta años de anacronismo político transcendió los doce de guerra civil. Porque al enfrentamiento entre el Ejército y el Frente Farabundo Martí le siguieron el daño a la infraestructura de un país que no termina de reconstruirse y el éxodo de un millón de salvadoreños que escaparon de una tierra sumida en una violencia sin retorno.
No todos hallaron la tierra prometida. Enfrentados a un contexto donde el pandillerismo los hostigaba, algunos salvadoreños eligieron dejarse asimilar por él, transformándose en un problema para la sociedad norteamericana. Así, los que no murieron o acabaron presos fueron deportados, llevando a El Salvador la semilla de un azote que hizo metástasis por todo Centroamérica, en territorios hermanados por la cultura y la debilidad institucional. Y en una brutal paradoja, los desplazados de ayer se convirtieron en verdugos de los desplazados de hoy.
Más terrible aún resulta que donde no hubo guerra civil, la insensatez de la política haya podido generar estropicios equivalentes a los causados por una. ¿En qué momento se jodió Venezuela?
¿Fue a partir de 2013, cuando Maduro intentó sostener los programas de bienestar a través de la impresión de dinero? ¿O fue desde 2002, cuando la tentativa golpista catalizó el talante autoritario de Chávez, quien tuvo entonces pretextos para controlar medios de comunicación, sindicatos y al propio Poder Judicial? En cualquier caso, hace falta una ineptitud supina para transformar una de las economías más pujantes de Latinoamérica en un páramo sin salida, con una inflación que duplica a la de Sudán del Sur, y que, de 2014 al presente año, ha expulsado a 2,3 millones de venezolanos.
Es cierto, la amenaza del fenómeno resulta más sutil cuando penetra por los poros del juego y la pasión. Así es difícil limitarla a tiempo. Así nacieron las barras bravas, que hoy, en Argentina, controlan el negocio de la reventa, los estacionamientos de los estadios y hasta se dan el lujo de echar técnicos. Sin embargo, el poder y la impunidad que ostentan se forjaron al amparo del Estado. Durante el Mundial de 1978, la dictadura utilizó a las barras para difundir en los estadios el eslogan “Los argentinos somos derechos y humanos”, una retórica que negaba la realidad: la tortura y exterminio de disidentes en la Escuela de Mecánica de la Armada.
En cada caso, con mayor o menor nivel de gravedad, se reproduce el mismo patrón: el conflicto desatado por mafias o gobiernos autoritarios condiciona la permanencia de los individuos, sea al interior de un estadio o de un país entero. En una reproducción realista de Casa tomada, el cuento de Julio Cortázar, la presencia tomó formas concretas y ha expulsado a millones de latinoamericanos de sus hogares. Pero, ¿tienen alguna responsabilidad las víctimas? Por desgracia, sí. Ya sea por impaciencia, resentimiento, subestimación, folclore o negación. Cada motivo esgrimido para tolerar el desarrollo del fenómeno nos señala como responsables.
La impaciencia por los cambios inmediatos motivó a que muchos países entregaran amplias facultades a proyectos que prometieron atajar la pobreza con un manejo discrecional de la economía. Asimismo, el resentimiento frente al sector empresarial y la clase política granjeó un respaldo entusiasta hacia las nacionalizaciones, el control de los Congresos y el amedrentamiento del Poder Judicial. Por otro lado, la aceptación social de la “cultura del aguante”, consistente en difundir a través de cánticos y mantas expresiones que ridiculizan, insultan e incitan a la eliminación del adversario, abrevió el tránsito de la violencia verbal a la violencia física. Llegado a este punto, los más proclives a delinquir hallaron un fabuloso negocio para lucrar mediante la intimidación.
La consumación de la crisis devino de no reconocerla, de no observar que el hostigamiento de la iniciativa privada era la condena de la sociedad entera en el futuro; que la desaparición de contrapesos fue la puerta abierta a los atropellos de la dictadura; que la permisividad del insulto al adversario fue la venia a su aniquilación. Ayer marcharon empresarios, líderes de la oposición, los Panzeri o los Cantero; hoy son millones los que se ven obligados a abandonar el estadio o el hogar.
El éxodo del siglo XXI es el de América Latina, la América errante. Nuestra única oportunidad de volver a casa exige estar dispuestos a encarar al intruso. La oposición debe ser generalizada para reestablecer el Estado democrático en Venezuela. Ninguna tregua extirpará el pandillerismo en Centroamérica si no existen mecanismos de reinserción y un Estado con capacidad para restablecer el orden en las prisiones. Así también, la Ley contra las barras que discute el Congreso argentino debe observar no sólo la sanción contra estas mafias, sino también contra los dirigentes y políticos coludidos con ellas.
No existen chanclos mágicos que transformen la suerte de esta América. Sólo la determinación puede revertir la sentencia de la historia. Donde estás tú, también puede estar la felicidad.