Lo secuestraron en 2014 en Bogotá, Colombia. Lo encerraron luego en Caracas en un centro de tortura subterráneo que está abajo del metro, manejado por cubanos y rusos conocido como la tumba. Estuvo ahí más de dos años. Luego lo trasladaron al “helicoide”, otro centro de prisioneros políticos. En ese lugar vio cómo morían personas torturadas y enfermas sin recibir ningún tipo de asistencia médica. Fueron en total cuatro años, un mes y siete días en prisión. Formaba parte del movimiento estudiantil venezolano, surgido en 2007 luego del cierre del principal medio de comunicación de su país. Era uno de los muchos jóvenes que salieron a protestar por los ataques a la libertad de expresión y la cancelación de la prensa libre. Lorent Saleh sigue sin saber de qué lo acusaron. Nunca tuvo acceso a un abogado.
Me dice en entrevista que su historia es igual a la de cientos de presos políticos. “En Venezuela, defender los derechos humanos y pensar libremente es, según Nicolás Maduro, un acto de traición a la patria. Nos encarcelan para intimidar a toda la población. Hicieron de mi país una gran cárcel de la que han huido cuatro millones de personas.” Dilapidaron la riqueza económica, acabaron con las libertades y expulsaron al talento humano.
Saleh tiene solo treinta años. Lamenta que su generación no haya conocido la democracia. Lamenta las “dos décadas de sufrimiento, de miseria, de tortura, de un estado de terror.” Me dice con énfasis que ya es suficiente y que este proceso de transición no se va a detener. Habla con dolor de la preocupación por los niños de su país y se pregunta “¿cómo es posible que Venezuela haya sido la protagonista de la mayor detención de menores de edad en estos días?”. Se despide diciendo que la detención de niños es algo que debiera avergonzarnos a todos los latinoamericanos. Tiene razón. Debiera no solo avergonzarnos, también dolernos lo suficiente como para actuar en consecuencia. Mantenerse neutrales en torno a las atrocidades que ocurren en Venezuela es criminal.