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Las imágenes de lo ocurrido en Tlahuelilpan, Hidalgo, son estremecedoras. Duele ver el sufrimiento de las personas envueltas en llamas. Duele también pensar lo que hay detrás de una tragedia como esta. A la gente a la que habían pedido que denunciara a los huachicoleros, es la misma que ante una fuga de combustible se alistó para ir a llenar cubetas; la que se llevó la mercancía gratuita con tanto entusiasmo que olvidó que era inflamable. Todo ante los ojos de militares que tenían la instrucción de no intervenir “para evitar una confrontación”. Imagino la impotencia de los soldados. Vieron el peligroso festín sin poder hacer nada. Les tocó después retirar los restos.
Antes de las dos de la tarde del viernes, el personal de Pemex había ya detectado la fuga. Cuando llegaron los integrantes de la Secretaría de la Defensa, la Gendarmería y la Policía Militar hacia las cinco de la tarde, se encontraron con cientos de personas que en tambos, bidones y garrafones se llevaban el combustible. Los encargados de ductos cerraron las válvulas de presión, pero se requieren entre tres y cuatro horas para que la presión se libere totalmente.
La explosión ocurrió antes de las siete de la noche. Tlahuelilpan se convirtió en el infierno. Policía Federal, Cruz Roja y fuerzas estatales acudieron para atender la emergencia. Hacia las diez de la noche, el fuego alcanzaba aún una altura de dos metros. Fue hasta casi la media noche que el incendio quedó controlado.
Hasta ayer, eran 85 las personas muertas por esta explosión. Hay también por ello menores de edad hospitalizados con quemaduras que ponen en riesgo su vida. Los soldados, según dijo el propio secretario de Defensa, advirtieron a los pobladores del riesgo que corrían y trataron de evitar que se acercaran al ducto. La gente no les hizo caso. Algunos incluso fueron agresivos.
Quien está dispuesto a arriesgar la vida por llenar una cubeta de gasolina, difícilmente dejará de hacerlo solo porque así lo recomienda el presidente. No podemos permitirnos esa ingenuidad.