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Hace unos años, mientras corría en los Viveros de Coyoacán, a la distancia distinguí a tres personas que corrían inusualmente juntas. Saltaron a mi vista porque yo soy de correr solo y de mantener libre mi espacio sagrado, mi campo electromagnético. Vaya, la verdad es que, simplemente, soy algo huraño.
Conforme me les acercaba, porque avanzaban a un paso tranquilo, pude notar que sus manos estaban unidas. Sólo hasta que me ubiqué justo detrás de ellos entendí que iban amarrados de las muñecas. El de su derecha corría con los ojos cerrados, el de la izquierda con un antifaz.
La escena me impactó, me conmovió. Enseguida sentí un calor en la coronilla, una quemazón que se propagó por mi interior. Quería manifestarle a los tres mis respetos, aunque especialmente al guía.
Pero no me atreví y pasé de largo junto a ellos. “A la siguiente vuelta”, me dije y aceleré el ritmo.
Yo acababa de abrir mi agencia de storytelling y, precisamente, tenía la idea de tocar la puerta de las principales marcas deportivas para proponerles una campaña de running. Conforme corría para encontrar a aquellos tres hombres, me imaginé hablándoles de ellos a los especialistas del marketing, que nunca me hicieron caso porque preferían verdaderos influencers (ja). Ahí había una historia que contar, una auténtica historia que hoy estoy seguro es, no de publicidad, sino de película.
Después de dos vueltas más logré verlos. Corrí unos instantes a su lado y supuse que con su gran sentido de la percepción ya habrían notado mi presencia, así que los saludé, me presenté y les expresé a los tres mi admiración. El guía, no es casualidad, se llamaba Ángel, Ángel Zúñiga. A la mañana siguiente fui a desayunar con él. Tenía 27 años y recién había renunciado a un empleo donde, subrayó, su trabajo no le servía de nada al mundo, así que, en lo que le salía otra oportunidad, aceptó la invitación de su cuñado para ayudarlo en su equipo de atletismo. “Me ganó la curiosidad de correr con gente que no ve”.
Ahora dedica por completo su vida a correr con invidentes y débiles visuales. Trabaja para la delegación del deporte de Sinaloa, que, mientras cumpla con sus responsabilidades, le permite ayudar a otros atletas diferentes de distintas entidades.
Hoy tiene 32 años y diversos campeonatos nacionales e internacionales en su haber. En 2016 corrió el Maratón de la CDMX al lado de Ángeles Herrera, cuyo nombre tampoco es una coincidencia. Ángeles y Ángel quedaron en primer lugar. A él no le colgaron una medalla, pero nada de eso le importa, porque, como dice Antoine de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos, y más en un país donde casi nadie voltea a ver a los atletas, menos a los ciegos y, menos a quienes los guían. Por eso esa mañana en los Viveros quise saludarlo especialmente a él