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La pereza es la inclinación por aplazar lo que uno puede hacer hoy, por congelar la propia voluntad y por abandonar nuestra esencia de seres humanos emprendedores comprometidos con el bien común. Ninguna palabra describe mejor nuestra respuesta colectiva actual frente al cambio climático.
“Los hombres frívolos creen en la suerte o en las circunstancias. Los hombres sensatos creen en causa y efecto”
Ralph Waldo Emerson
Suficiente se ha dicho sobre el cambio climático. Hasta la saciedad. Es un tema omnipresente en colegios, familias, televisión y redes sociales. Millones de personas pueden explicar fácilmente y además experimentar las consecuencias más espantosas que los científicos han anunciado: aumento de temperatura, nivel del mar, huracanes e incendios cada vez más devastadores. El Armagedón climático es ya charla de café. Con tan apabullante evidencia, uno se pregunta ¿por qué hemos permitido que los políticos se salgan con la suya durante tanto tiempo y no tomen medidas que nos protejan de estos graves peligros?
La ciencia y las estadísticas no mienten, si se usan correctamente. Gracias al grupo de expertos internacionales de la ONU, los informes “Our Changing Planet” y “State of the Climate” e innumerables estudios en todo el mundo, sabemos que la situación es ciertamente preocupante. La concentración atmosférica de CO2, principal gas de efecto invernadero responsable del cambio climático, aumentó 72% en 100 años y 2017 fue el registro máximo. La temperatura superficial anual global promedio del aire subió casi 1°C en los últimos 115 años y 2016 fue el más caliente, y 1983–2012 fue el período más caliente en 1400 años. El promedio global del nivel del mar subió 77 milímetros entre 1993 y 2017. En 2016, la concentración de CO2 atmosférico sobrepasó, por primera vez, el máximo desde que nuestro familiares primates ya extintos, los australopitecos, caminaron en la Tierra hace unos tres millones de años. Estamos batiendo todas las marcas.
Toda causa tiene un efecto. Los peores incendios forestales de California , Rusia, Grecia y Australia ocurrieron este año, dejando centenares de muertos y miles de hectáreas y viviendas destruidas. Lluvias torrenciales e inundaciones sembraron devastación y muerte en Indonesia, India, Bangladesh, Somalia, Kenia y Madagascar. Ciclones en India, tsunamis en Indonesia y tifones en Filipinas y Japón mataron a miles de personas, desplazaron a cientos de miles y amenazan la seguridad alimentaria e hídrica de millones de los más pobres. Todo esto ha forzado a centenares de miles de personas a migrar buscando refugio.
El año pasado el huracán María cobró 3 mil víctimas en Puerto Rico. Durante las últimas tres décadas, 16 huracanes–desde Gilberto y Mitch en 1988, Katrina y Wilma en 2005, hasta Irma y Harvey en 2017–azotaron las islas caribeñas, Centroamérica, México y Estados Unidos. Dejaron a su paso 12 mil muertos, centenares de miles de desplazados y miles de millones de dólares en daños. Según el Banco Mundial, el aumento del nivel del mar llevaría a 100 millones de personas a la pobreza extrema en 2030. Pronto podría haber millones de refugiados climáticos.
Todo efecto dañino tiene un responsable. En 2017, Brenda Ekwurzel de la Union of Concerned Scientists publico una lista con las emisiones globales de CO2 de 90 compañías privadas y estatales. Desde 1980, estas empresas juntas causaron el aumento de 43% en CO2 atmosférico, un tercio del incremento de las temperaturas globales y un séptimo del aumento del nivel del mar. Las principales empresas responsables están todas en el negocio de los combustibles fósiles: Chevron, ExxonMobil, British Petroleum, Royal Dutch Shell, ConocoPhillips, Peabody Energy, Total, Saudi Aramco, Gazprom, National Iranian Oil Company, Petróleos Mexicanos, Petróleos de Venezuela, Coal India y Kuwait Petroleum.
¿Y la justicia climática? Hay una brecha histórica colosal en emisión de gases de invernadero que permitieron a los países industrializados construir economías más sólidas y sociedades más pudientes, en comparación con los países en desarrollo. Las naciones más pobres, que dependen de la agricultura en pequeña escala, típicamente no consumen mucha energía. En 2011, 900 millones de personas (13% de la población mundial) en los 50 países más pobres emitieron sólo 0.8% del CO2 global, pero sufrieron los peores impactos del cambio climático. Si las naciones ricas y pobres continúan sus trayectorias actuales y los mismos modelos de desarrollo, el consumo de energía–causa principal de emisión de gases de invernadero–seguirá aumentando. Esto es irrefutable.
De cualquier manera, la riqueza económica brinda cuando menos un amortiguador. Las naciones más ricas tienen más posibilidades de financiar la transición a sociedades con bajas emisiones, y sus economías e instituciones más sólidas y estables sirven de bastiones contra los impactos del cambio climático. Tarde o temprano, sin embargo, como lo demuestran los incendios en California y tifones en Japón, los países ricos y pobres, sin distinción, sufrirán si la temperatura aumenta más de 1.5ºC. Un informe publicado en noviembre por el gobierno de Estados Unidos, Impacts, Risks, and Adaptation in the United States, concluye que “Sin esfuerzos globales de mitigación y regionales de adaptación sustanciales y sostenidos, el cambio climático causará pérdidas paulatinas a la infraestructura de Estados Unidos y obstaculizará su desarrollo durante este siglo”.
En la conferencia de la ONU sobre cambio climático (COP 21) en París, hace tres años, abogué por mayor solidaridad mundial y muchos reconocieron las acciones colectivas de más de 150 países que prometieron reducir sus emisiones. Como parte cardinal del Acuerdo de París, suscrito por 195 países, las naciones ricas prometieron apoyar financieramente la adaptación en las naciones más vulnerables. Sin embargo, no se avanzó gran cosa.
En la COP 24, que inició esta semana en Katowice, Polonia, hay asuntos imposibles de ignorar que todos quisieran evitar mencionar–los elephants in the room. El presidente Trump cumplió su promesa de campaña de retirar del Acuerdo de Paris a Estados Unidos–el segundo emisor global de gases de invernadero después de China. “Fui elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París” dijo. Además, él no cree que el cambio climático es causado por los humanos. Cuando le preguntaron recientemente sobre el aumento paulatino de las emisiones y la pérdida anual proyectada de centenares de millones de dólares en la economía de Estados Unidos–un hallazgo del informe de su propio gobierno–, su respuesta fue, “No lo creo”. Mientras, a miles de kilómetros, después de insinuar en campaña que su país abandonaría el Acuerdo de París, el presidente electo Bolsonaro acaba de retirar la candidatura de Brasil para organizar la COP 25, citando “cuestiones de presupuesto”.
La apatía siempre encuentra excusas. Pero, en este caso, la indiferencia y pasividad son producto de la negación que nace de un enfoque miope en intereses económicos y políticos cortoplacistas. La Convención sobre cambio climático, el Acuerdo de Paris y el Protocolo de Kioto, cuyos compromisos de reducción de emisiones finalizan en 2020, han recibido apoyo casi universal, excepto de Nicaragua, Siria y Estados Unidos. ¿De verdad, presidente Bolsonaro, está usted tan ansioso por pertenecer a semejante club?
Cuando la próxima semana los líderes políticos reanuden negociaciones en Polonia deben tener en mente a quienes representan y para que trabajan. La apuesta nunca ha sido más alta. Porque no importa si usted es ciudadano de un país rico o de uno pobre: la adaptación al cambio climático debe ser un derecho humano irreductible y sin concesiones.