Para Las Cerezas

Solían pasarnos lista a escasos nombres de distancia. La G y la L están muy próximas. También compartíamos el final de la hilera cuando nos formábamos para entrar a clases: tomar distancias, descanso, avancen. Éramos altas, pero Ana Hilda era más alta que yo. A veces me pregunto si fue nuestro lugar en la fila lo que desató nuestra complicidad temprana en la primaria. Uno quisiera hurgar en el vértice donde se desatan las primeras conversaciones y elecciones. A lo mejor mi amiga Guadalupe me lo puede aclarar, porque también ella ocupaba ese espacio privilegiado de la fila. Digo privilegiado porque nos daba cierta contemplación del grupo, que se repetía en el aula escolar, pues desde los asientos del fondo, y a distancia de los profesores, podíamos intercambiar papelitos con dibujos, declaraciones de amistad, que son tesoros de pertenencia. Tendríamos entonces 11 años. En el anuario escolar aparecemos juntas vestidas con tutú de ballet y chongos muy remilgados. De alguna manera nos vemos demasiado grandotas para la delicadeza que supone el ballet, sonreímos y esa sonrisa, lo pienso ahora, es lo que me debe de haber acercado a Ana Hilda Galindo Maldonado, mi compañera de primaria. Si observo otras fotos en distintos momentos de la vida, Ana Hilda ostenta esa sonrisa dulce y sincera que aún prodigaba en sus últimos días en la cama de su casa (arropada por la música que su hijo Andrés le había preparado, por la voz alegre de su hija Sofi, por la compañía amorosa de Héctor).

Ana Hilda, que estudió diseño industrial en la Ibero, y que durante mucho tiempo llevó el diseño de la Harley Davidson en México, lo que a sus amigas nos parecía muy original y muy rockero, ad hoc con la generación que somos y con la música que escuchamos y las parejas que escogimos, en realidad lo que disfrutaba y para lo que tomó muchos cursos y talleres era la plástica. La encáustica, la acuarela, la litografía y sobre todo el monotipo eran su pasión y donde la generosidad que prodigaba a los demás, encontraba otra forma de extensión de su persona y sus búsquedas. Participó en numerosas exposiciones colectivas e individuales (la más reciente en el Museo de Bellas Artes de Toluca en 2014), en México y otras partes del mundo pero, discreta como era, compartía con recato sus logros y exploraciones plásticas.

Para festejar nuestras varias décadas, hace un par de años tres amigas hicimos un afortunado viaje para visitar a la amiga que vive en Portugal y allí tuvimos la oportunidad de conversaciones, alegrías y sinceridades que la vida cotidiana difícilmente permite. Ana Hilda pasó un buen rato detrás de la cámara, su ojo inquieto no sólo nos tomó las mejores fotos, sino que preparaba ya una exposición futura retratando los carteles sobre John Kennedy, en todo tipo de lugares en París. Era dichoso descubrir las pasiones de la mirada de Ana Hilda, la vehemencia con que dijo hay que ver la exposición de Mona Hatoum, o la de Anish Kapoor en Versalles. Su brújula estética cinceló esos felices días celebratorios donde ninguna considerábamos que su tiempo estaba acotado (como ninguno lo hacemos con nuestras propias vidas).

La elegante generosidad de su persona la ha dejado entre nosotros para reconocer que su capacidad de amistad, su mirada como artista, la dulzura de su compañía, la facilidad de su sonrisa y su discreta inteligencia son excepciones. La partida de Ana Hilda me deja profundamente triste, porque los amigos no deben morirse, porque nos pensamos eternos jóvenes (y tal vez en nuestro deseo de seguirnos comiendo el mundo lo somos), porque somos cómplices de vida y hemos crecido juntos y queremos seguir tomando distancia y avanzar al salón pensando que la vida entera está frente a nosotros.

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