Una de las cosas que más me gusta de ir al Museo Felguérez en Zacatecas es entrar a la sala de los Murales de Osaka. Es como hundir el asombro en el tiempo, escarbar en ese momento en donde jóvenes pintores convocados por Fernando Gamboa, museógrafo, gestor cultural y mucho más, realizaron esos grandes lienzos para la Exposición Mundial de la ciudad japonesa. Era 1970 y Gamboa pensaba en llevar una cara muy actual del arte mexicano con temas que aún hoy resultan vigentes, crecimiento y deterioro, humanismo y máquina, ciencia. Era la generación de ruptura, entre los que estaban Vlady, Manuel Felguérez, Roger Von Günten, Fernando García Ponce, Brian Nissen, Arnaldo Coen, Gilberto Aceves Navarro, Francisco Corzas, Francisco Icaza, Antonio Peyrí y Lilia Carrillo. Los 11 artistas fundaron el Salón Independiente en 1968. Abstracción y neofiguración califican los entendidos al tipo de pintura que se oponía al discurso nacionalista a la escuela mexicana que los precedía y que pesaba y sigue pesando.
La sala del Museo donde se exhiben es una nave alta y espaciosa que emula la disposición en Osaka. Y que seguramente es muy parecida a la manera en que realizaron estos cuadros de grandísimo formato en la fábrica de Carlos García Ponce, otro de los hermanos de Juan y Fernando. Durante un mes pintaron todos juntos y un andamio rasgó el cuadro de Lilia Carrillo que fue reparado durante el mismo proceso de pintar. Imagino los atuendos y las voces, y los botes de pintura y las bromas y los desvelos y la acrobacia. Lástima que no lo documentara una cámara ¿o existe esa crónica? La experiencia fue y es singular. Se requirió de una visión como la de Gamboa para convocar y proponer sin que el resultado fuera el esperado, aunque ahora el tiempo habla y todos ellos son huella de identidad del arte mexicano del siglo XX.
Me gusta sobre todo el cuadro de Lilia Carrillo que prácticamente flanquea la entrada, con sus ocres y sus amarillos velados, con su sutileza y la sensación de espacio para perderse. Invita a pensar. No parece una idea concreta sino una sensación. Y quizás es lo que más me gusta, no hay evidencia narrativa, no hay plantas o engranes, y hay vastedad y preocupación. No es que de paz, pero detiene y ocupa, con la certeza de que nos corresponde resolver algo, tal vez nuestro lugar en el mundo. Me parece triste e injusto que Lilia Carrillo sea la menos conocida del grupo de la ruptura, murió joven es cierto, en 1974, pero también Fernando García Ponce con la fuerza de sus negros y sus brochazos que inquietan y perturban y que auguraban mucho más de él. También nos faltó Lilia en el tiempo, pero lo que hay es suficiente para saberla grande, única y memorable.
Vivió en el mismo edificio donde ahora vivo en Coyoacán, cuando estuvo casada con Felguérez. Debió haber estrenado esos departamentos que se construyeron al final de los 60, o tal vez me equivoco. En su biografía leo que tuvo que hacer artesanías y firmar cuadros muy comerciales como Felsa Gross para sostener a los dos hijos que tuvo con Ricardo Guerra. Entonces pienso si los animales de metal que adornan los huecos de la escalera del edificio, y que siempre supuse eran de Felguérez, no eran también de Lilia. Sé que se cayó de un andamio y que un aneurisma en la médula la llevó a la muerte, veo sus fotos de mujer de pómulos destacados, grandes ojos oscuros y me parece interesante y atractiva. Me duele su olvido porque de los murales de Osaka, todos ellos con un discurso y una factura que delata el sello que cada pintor tenía e iría desarrollando, el de Lilia se cuece aparte, que me perdonen los señores, cuyo arte admiro.
Si van a Zacatecas no dejen de hacer esta parada; no es una vuelta a los setenta, aunque también lo es por lo que significó el proyecto en ese tiempo, es pisar los pasos de las miradas pictóricas que nos refieren pero sobre todo es respirar el misterio y la belleza del silencio frente a la obra de Lilia Carrillo.