La palabra vacación dejó de tener esa condición de oasis, de páramo de libertad, de ciclo que termina y a otra cosa mariposa desde que nuestros días dejaron de ser escolares. La universidad fue el último remanso en donde pronunciar vacación nos distendía los labios, el diafragma se dilataba y el cuerpo abrazaba el aire esperanzado en lo que estaba por venir. A mí me tocaron los meses vacacionales que compartíamos con el hemisferio sur, tan apropiados para la Ciudad de México y gran parte del país, donde el invierno es de días secos y soleados y la playa muestra su mejor momento. Participé en ese deslizamiento paulatino mes a mes, año con año, hasta que alineamos el verano con el que nos correspondía geográficamente, y diciembre y enero se volvieron julio y agosto, ¿quién puede recordar que las vacaciones alguna vez fueron septiembre y octubre como hace 50 años durante el 68?
Vacación era sinónimo de libertad, hasta de aburrimiento, o ya de adolescentes de algún trabajito que permitiera costearse caprichos y diversión. Pero qué difícil era encontrar trabajo eventual, hice cola para trabajar en Liverpool Insurgentes y llené una ficha y nunca tuve respuesta y eso que ya había acabado la prepa. ¿Por qué mis amigos de Estados Unidos podían tener esos trabajos de verano con lo que después se compraban patines de hielo, bicicletas, regalos? Cuando tuvimos hijos en edad escolar, revivimos ese dulce placer de no levantarse temprano, ni ellos ni nosotros. De planear paseos caprichosos, de no hacer tareas, de ser caóticos, de ir al cine a cualquier hora, de ocupar el tiempo al antojo. La válvula se desprendía de la olla exprés del año escolar que tenía extenuados a los pequeños y a nosotros que vivíamos la misma tiranía del uniforme y la lonchera y el horario y el horario de nuevo. La vacación tenía una agenda imprevista, si acaso una semana en la playa.
Por eso el fin de las vacaciones tenía su aire trágico, a pesar de que los días sin rumbo parecían también fastidiarnos a todos, los padres y los hijos, como si todo alcanzara su nivel de hastío y los libros recién forrados y la nueva maestra y los amigos que habíamos dejado de ver fueran razón para abandonar la balsa deliciosa de la vagancia necesaria.
Tal vez si en este país hubiéramos cultivado el sagrado espacio del verano, tan intocable como lo es para los europeos que cierran tiendas, restaurantes, institutos, oficinas y se van un mes a dejar de ser animales de labor, para ser un poco más personas, tendríamos en nuestra adultez ese regusto al tiempo detenido, al ocio ganado, al descanso y desparpajo necesario, a dejar al tiempo deslizarse. Pero la vacación es un derecho laboral, una conquista que se mide en días por año trabajado y no un bien cultural. Quizás por eso cuando pienso en el fin de las vacaciones me vienen los días de escuela que es cuando todo eso importaba de verdad y la vacación se vivía en el cuerpo. Era producto del deseo, y había esperanza de que se repitiera y no fuera infinita tampoco. Visto así, nuestra ausencia de sagrado y prolongado paréntesis vacacional, tan intocable como necesario, nos ha hecho escépticos de merecerlas como una necesidad del espíritu y la convivencia. Pienso en los cuentos de Inés Arredondo reunidos en Estío y otros cuentos (selección de Geney Beltrán) y la luz vacacional se derrite sobre mí como la sensualidad de su pluma. El estío y el trajín detenido, los afanes que se interrumpen para pensar otras cosas, observar con detenimiento, paladear, imaginar y tal vez ser mejores personas o una versión relajada de nosotros mismos.
Es el fin de las vacaciones que al año siguiente rebanarán la rutina y le abrirán un tajo, mientras la ciudad —que también estuvo de asueto— volverá a su asfixiante trajín a partir del lunes. Y nosotros a añorar distender los labios y abrazar el ocio vivificador de la lentitud del tiempo.