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Hace un mes me invitaron en La casa de México —un espacio bellísimo y digno que presenta el quehacer artístico mexicano en Madrid— para hablar de las huellas del exilio. Había una necesidad de que las nuevas generaciones supieran de ese vínculo, ese sembradero de sueños, de profesiones, de experiencias que dejó el exilio durante y después de la guerra con la derrota de la República. Es cierto que el público no era precisamente de nuevas generaciones, pero había entre los asistentes muchos ávidos de compartir su experiencia tras su regreso a España, un lugar del que salieron, al que habían vuelto y ahora pertenecían de otra manera, pues México había sido su vida durante más de 40 años. Quise rastrear la huella del exilio español en mi vida como nieta de Juana González Vigil que llegó en el 37 con sus tres hijos Pepe, Juan y Charo, mi madre, y de José Maroto, que por un proyecto cañero estaba en México dos años antes, cuando no se vislumbraba el horizonte de muerte y escisión fratricida. Aunque no fui a las escuelas que fundaron los exiliados, el exilio estaba instalado en mi casa de niña y adolescente, en mis vacaciones con los Somonte, los Muñoz de Baena, los Cabarga; en la prepa mi maestra favorita era Conchita Ruiz Funes, mi doctor era Ramiro Ruíz Dura, el pediatra con el que nos llevó mi madre, el dentista, todos eran jóvenes o niños de guerra que habían crecido en México. Me casé con Emilio Perujo, también hijo de exiliado, como el pediatra que ahora atiende a mi nieto. Mis amigos: Adrián Bodek, José Luis González, Marisa Belausteguigoitia, Anamari Gomís, Benito Taibo, Ana García Bergua, Diego Latorre, Marcial Fernández, Javier García Galiano, José Luis y Gregorio Perujo, por citar algunos, proceden del mismo cruce de la historia. Cuando mi hija pequeña entró a la primaria, de entre sus compañeros eligió como amiga a una nieta del exilio. Sin duda me asombra esa huella poderosa, involuntaria diría yo, de una historia que nos precede; de cómo el dejar todo y empezar de nuevo, de reinventarse en un país generoso y amable, ha cincelado una manera de estar en el mundo: tal vez más abierta a sus raíces y a las diferencias, a la adaptación y a la supervivencia, al asombro. No lo sé, me doy explicaciones arbitrarias.
Sé que en mi ser escritora está el exilio porque los libros con los que mis tíos abuelos mantuvieron el vínculo con sus sobrinos primero y luego con los sobrinos nietos fueron los libros que enviaban en Reyes, que mis primeras lecturas fueron la saga de Celia que escribió Elena Fortún, otra exiliada en Argentina, que habían leído con entusiasmo mi abuela y mi madre. Sé que esa lectura y el anecdotario de mi abuela amasaron un vínculo con su ciudad, Madrid, que me es también entrañable, como lo refieren sus propias notas cuando hizo un primer viaje de regreso en 1955: “Madrid que es y será imborrable en mi memoria”. Mi abuela nos heredó la memoria igual que las cartas que cuidadosamente guardó mi abuelo durante aquellos dos años en que estuvieron en orillas opuestas del Atlántico. Ahora son documento a ratos gozoso, pero conforme la guerra va llegando a Madrid, doloroso; tanto, que cuando mi madre y yo leíamos las cartas juntas para comentarlas, para escuchar la memoria que ella guardaba de los sucesos o de lo que le contaron, llorábamos porque sabíamos el devenir que la caligrafía de mi abuela aún no sospechaba. El que nos tenía entonces, 72 años después, reconociendo el origen mismo de una parte de mí.
Fue María Luisa Elío, excepcional e inteligente (autora de Tiempo de llorar), quien me dijo algo entusiasta por un breve texto mío de adolescente; fue Antonio España, otro exiliado pintor y hombre extravagante, quien me regaló los primeros discos importados de los Rolling Stones; fue la editorial Joaquín Mortiz, fundada por Joaquín Diez-Canedo padre, en el momento en que Joaquín hijo estaba incorporándose, la que me publicó mi segundo libro de cuentos cuyo título tiene que ver con la herencia de los transterrados: Nicolasa y los encajes; fue Carmen Meda quien me habló de dos autoras indispensables: Mercé Rodoreda (La Plaza del Diamante, maravilla) y Carmen Martín Gaite. Reconozco la huella de todos ellos en mí, la agradezco y ahora que hurgo en esas cartas que me devuelven a mi madre y a mi abuela, en esas conversaciones grabadas, en el viaje para tocar los puntos desde donde las cartas llegaron a México, tengo una tarea pendiente en la escritura.