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Los procesos electorales que están teniendo lugar en distintas partes del planeta nos muestran que, además de lo local, varios de los fenómenos que estamos observando son de carácter global. Esto supone la necesidad de elevarse de plano y tratar de ir detectando los patrones. Muchos de los síntomas que vemos obedecen a manifestaciones complejas que aún estamos intentando entender. Seguramente, con un poco más de perspectiva, esto se irá estudiando poco a poco, y los libros de historia hablarán sobre el período que vivimos. A nosotros nos corresponde, sin embargo, identificar ciertas señales y tratar de provocar algo de reflexión al respecto. El reciente proceso electoral del parlamento europeo, y antes, las elecciones en Australia y la India—la democracia más grande del mundo—nos ofrecen buenos ejemplos para hacer ese ejercicio, buscando explorar las repeticiones y las causas de que estas manifestaciones se presenten en sitios tan distantes y distintos.
Ahora bien, los fenómenos que describo abajo se están observando en muchas partes del mundo, pero no en todas. Además, éstos se expresan en muy distintos grados y de muy diferentes maneras o con facetas diversas, a veces a través de fuerzas políticas emergentes o extrasistémicas, pero también a veces desde un partido o fuerza política dominante; a veces solo entre pequeños porcentajes de la población, otras veces de formas más amplias e intensas. Por lo tanto, no se pretende acá establecer una fórmula para categorizar a todos los países, sino solo señalar que lo que ocurre no obedece exclusivamente a cuestiones locales.
Estas son algunos de los temas a los que me refiero: Primero, es posible identificar un fenómeno de fragmentación política o debilitamiento de los partidos o los grupos que tradicionalmente sostenían o acaparaban el poder. Esto, como dije, puede darse de forma extrasistémica como se pudo ver con el encogimiento de los partidos tradicionales europeos (el centroderechista Partido Popular y los Socialistas y Demócratas de centroizquierda) y el robustecimiento de fuerzas emergentes como la Liga Norte de Salvini o el Partido Brexit de Nigel Farage, o bien, esto mismo se puede manifestar al interior de ciertos partidos que sí son tradicionales como ocurrió en EEUU con Trump. Segundo, se trata de procesos marcados por una elevada polarización, algo que no es nuevo, pero que parece tender a exacerbarse. Tercero, la eficacia de discursos nacionalistas y/o populistas (no es lo mismo) para conectar con ciertas porciones del electorado. Cuarto, la prevalencia o incremento de sentimientos como frustración, desesperanza, miedo, ansiedad y seguridad vulnerada. Quinto, y aunque es un tema entretejido con lo anterior, lo coloco aparte por su relevancia: la normalización del discurso de odio. Un sexto e interesante fenómeno que hay que añadir a este relato es la otra historia, la reacción, la respuesta que en muchos lados están teniendo otros segmentos del electorado quienes no parecen confluir con varios de estos sentimientos y posturas, y quienes deciden salir a la calle a expresarlo. Hay muchos otros elementos, pero me detengo acá.
Como dije, siempre es posible identificar los factores políticos, sociales o económicos propios de cada país que podrían ayudar a entender fenómenos como esos. Sin embargo, cuando uno lee textos escritos en tantas partes del mundo que empiezan a repetir patrones y explicaciones, vale la pena reflexionar en lo que rebasa las fronteras. Resumo algunas de las ideas que se están aventurando desde distintos ámbitos:
Desde lo económico: la globalización, sus abandonos y sus crisis contagiadas. La segmentación transnacional de procesos productivos, el diseño e implementación de cadenas de abasto para abaratar costos, la relocalización de plantas a través de países y continentes, así como la tecnologización, parecen estar dejando secuelas en amplios grupos de poblaciones muy diferentes, personas que se sienten excluidas y desatendidas por la fría economía global. A esto, podemos añadir los procesos de integración económica—como la Unión Europea—que expanden el tamaño del mercado, pero también la competencia, obligan a la hiper especialización, y dejan atrás a quienes no se adaptan.
Desde lo psicosocial, podemos mencionar el impacto del crecimiento del terrorismo, la propagación de noticias con velocidades e intensidades jamás vistas antes en la historia, lo que (como hemos documentado en México) tiende a incrementar los niveles de estrés. Esto se suma a otros fenómenos como los picos en las olas de migrantes que buscan mejores condiciones de vida, o refugiados que huyen de la violencia en sus países. Esto ocasiona que, entre determinados segmentos de la población, ansiosos y temerosos, se abra el espacio para que ciertos actores usen a ese miedo como instrumento discursivo, especialmente miedo a lo diferente o a lo que procede de afuera. Nuevamente, no es la primera vez que ocurren circunstancias como esas. Pero tenemos que entender que, a partir de las nuevas tecnologías de comunicación y la viralización de textos, imágenes y videos, estos fenómenos tienen efectos mucho más amplios, hondos y veloces. Más aún, las redes sociales y el Internet han potenciado otro tipo de manifestaciones como las guerras de información, la propagación de noticias falsas (las cuales de acuerdo con estudios recientes tienen 70% más probabilidades de ser compartidas que las noticias verdaderas), o bien, la normalización y fortalecimiento de discursos extremistas que anteriormente se podían apreciar solo en las márgenes.
Y, desde lo político, la percepción de muchas personas acerca del distanciamiento o desconexión entre las élites tradicionales (élites que incluyen a clases políticas enteras, pero también a medios y academia entre otros actores), y la ciudadanía de a pie. Ya sea por corrupción, ineficacia o arrogancia, muchas personas, desde Reino Unido e Italia hasta EEUU, sienten a los políticos tradicionales desvinculados de la realidad cotidiana, más preocupados con temas que no conciben como próximos (por ejemplo, el calentamiento global o los conflictos distantes), y despreocupados de las dificultades de la ciudadanía “para llegar a fin de mes”, como afirma el movimiento de “Chalecos Amarillos” en Francia.
Ante los factores mencionados, lo único que hace falta para cerrar el círculo, es la construcción de una narrativa clara, directa, que ofrezca soluciones simples, rápidas y creíbles, que lleguen directamente a esa serie de sentimientos y preocupaciones. Basta hablar acerca de proteger lo propio, cerrar el paso a los males que proceden de afuera, reorientar las prioridades de lo nacional frente a los problemas o asuntos lejanos (“America First”, o “Prima L’Italia”), u ofrecerse como una alternativa externa y distinta a los “arrogantes” o “corruptos” políticos tradicionales, para conectar con ciertos sectores de la ciudadanía que se sienten frustrados, ansiosos y abandonados. Muros o políticas migratorias que protejan las “frágiles” fronteras, exacerbación de los valores propios en detrimento de lo extranjero, lo étnica, social o religiosamente diferente, aislacionismo, proteccionismo, mano dura contra los causantes del crimen o el terror, son algunos de los elementos que parecen repetirse.
Por último, como dije, también hay una respuesta—y esto se necesita enfatizar—por parte de amplios sectores de distintas sociedades que no confluyen o concuerdan con esa serie de propuestas y discursos. Muchas de estas personas salieron a votar la semana pasada en Europa para expresar su preocupación, otorgando oxígeno fresco al sistema para que despierte y reaccione si es que aún está tiempo de hacerlo.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm