Manuel Gil Antón

Evaluación y calidad

21/10/2017 |01:15
Redacción El Universal
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¿Existe relación entre la evaluación a los profesores y la calidad educativa? Y, en su caso, ¿cuál, de qué magnitud y en qué sentido? Ambas interrogantes parecen ingenuas, incluso propias de la más ramplona ignorancia, o malintencionadas, con el fin de poner en cuestión algo evidente. No es así: quizá se trate de las preguntas más importantes que ha de enfrentar la reforma educativa actual, precisamente porque se ha fincado —sus cimientos y estructura residen— en el enunciado de una relación nítida, directa e incuestionable: a través de la evaluación del magisterio se incrementará la calidad de los aprendizajes. Se puede expresar de la manera en que se ha hecho miles de veces a partir de 2012: la ausencia de evaluación de los docentes es la causa única, o al menos principal, de la catástrofe educativa que atora al país. ¿Qué se requiere para que los alumnos aprendan? Evaluar a los enseñantes.

Anticipo la crítica: “¿en qué documento se dice eso? Sucede lo mismo cuando se propone que esta reforma se generó luego de un proceso, largo e intenso, de desprestigio generalizado —clasista, racista e inculto— de la imagen de las maestras y los profesores de las escuelas públicas. “Falso: yo no he visto ningún escrito de la SEP en que esto se haya dicho”. No es ni era necesario: los impulsores de la madre de los cambios estructurales se montaron sobre estas concepciones. Produjeron un ambiente que a esto conducía, gestaron las condiciones en el imaginario social para que la simplificación tuviera éxito como algo axiomático.

Es preciso aclarar que estas dudas no implican que la evaluación sea innecesaria. Lo que se somete a análisis son la solidez analítica, y la coherencia lógica, aparentemente irrefutables que subyacen a la relación, simple e inmediata, entre evaluar e incrementar la calidad del proceso formativo que ocurre en las aulas. La pregunta es sobre el vínculo.

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Además, es tarea de la maltratada memoria, tan necesaria, traer al sol de hoy que se insistía en añadir una condición: la evaluación, para que sea útil, “tiene que tener dientes”. Una evaluación sin consecuencias no produce calidad: sin asociarla a una modalidad de zanahoria o garrote, es simulación. Se trata, a mi juicio, de la piedra angular en que se basó, y descansa hoy la reforma: si se fractura, la abigarrada “arquitectura legal” y sus consecuencias jurídicas, políticas y éticas, se colapsan.

Ni siquiera el Banco Mundial es tan burdo. La evaluación no impacta en la calidad. Lo que afirma es que “el uso diagnóstico de las evaluaciones genera mejoras en la calidad de los servicios educativos”. Es el empleo de los resultados que de ellas se desprenden, no su aplicación sin más, lo que puede ser insumo para impulsar mejores condiciones para el aprendizaje en las escuelas. Y, justo, es lo que no se ha hecho en estos años de evaluaciones a mansalva.

En el proyecto reformista, la evaluación no tuvo una orientación diagnóstica. Se le empleó como instrumento de control y regulación laboral. “Si no te sometes a la evaluación no tienes trabajo ni promociones, y si te sometes y no apruebas, te vas”. Empleada como garrote, medio inescapable para poder subsistir en el empleo, ha sido concebida como un obstáculo a superar para conservar el trabajo, sin que haya relación con cambios en la actividad cotidiana. Hay que “pasar” la evaluación, no aprender de sus resultados para modificar las acciones docentes en aras de un avance pedagógico.

Se estudia para aprobar el examen. No para aprender a ser mejor maestro con base en un diagnóstico de aspectos a modificar. Como requisito laboral inescapable, ahogada en su propia lógica punitiva, no hay necesidad de vínculo con la práctica. Y sin ello, de la evaluación no se sigue mejorar. Se sigue sobrevivir con chamba: son cosas muy distintas.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton