La vorágine abrumadora de anuncios, iniciativas, nombramientos, reacciones y planes de gobierno a partir del 1 de julio podría llevar a concluir que el modelo de gobierno propuesto por Andrés Manuel López Obrador no es viable y va a acabar estrellándose. No sólo por el agotamiento para los involucrados, sino porque la centralización absoluta en la toma de decisiones lleva a cuellos de botella y, mucho más importante aún, a planteamientos poco razonados y ausencia de deliberación sobre asuntos de enorme complejidad. Además, la poca discusión y el claro sesgo ideológico descartan, de entrada, muchas opciones de política pública viables, alternativas a la querencia natural del nuevo gobierno.
Cabe preguntarse si AMLO será capaz de modificar su estilo personal de gobernar en aras de una mayor eficiencia o si la premisa de una estrategia sustentada en su liderazgo moral puede terminar rindiendo frutos en el cambio cultural que persigue para erradicar o disminuir la corrupción. Esta estrategia supone que, siempre sí, la corrupción tiene un elemento cultural central y que, por lo tanto, es necesario convencer a la sociedad de que ésta no es sólo una alternancia de partido en el poder, sino un cambio de régimen, radical y profundo. La dificultad estriba en que, para que funcione, se requiere un nivel mínimo de eficacia, hasta ahora ausente, para que el costo económico que conlleva la lucha contra la corrupción no la acabe abrumando.
Este voluntarismo surge de la poderosa intuición de López Obrador sobre la psicología del ciudadano y la manera de influirla. Por esta razón, y en vista del éxito de su campaña electoral en 2018 y la mediática que por años convenció a la mayoría de que el país estaba peor y la culpa de todo la tenía el Estado (ahora en el poder, la tiene el neoliberalismo) sería un error subestimar al presidente. Apuntalado por un apoyo mayoritario de la opinión pública, él parece convencido de que acabará doblegando a huachicoleros, maestros disientes que obstaculizan vías férreas, neoliberales irredentos y “conservadores” opuestos a su cambio.
Pero el error más grave quizá resida en subestimar a México y su complejidad en pleno siglo XXI. El principal riesgo del gobierno de Morena consiste en el regreso a la presidencia imperial que todo lo sabe, todo lo decide y cree tener facultades legales y metalegales para todo; al priísmo tradicional pues.
El gobierno actual subestima la posición de México y su economía. No aquilata su importancia en el ámbito internacional al cual presta poca atención; parece preferir no participar en foros, discusiones y decisiones regionales y globales para concentrarse en lo interno. Parece tampoco entender, al menos todavía, el tamaño y complejidad de la economía nacional como lo muestran su evaluación de que el campo está abandonado y produce menos que antes de la apertura—cuando la realidad es que la producción agroalimentaria nunca había sido tan diversa, tan extendida y tan exitosa en mercados internacionales; cuando no aprecia la sofisticación para la producción y exportación de manufacturas y permite la interrupción de entregas justo a tiempo; cuando critica el uso de fondos públicos para acercar a centros de investigación y universidades a procesos productivos; cuando piensa que sólo unas cuantas empresas cuentan en la inversión, crecimiento y creación de empleos; cuando cree que el centralismo en la ciudad de México y Palacio Nacional es la mejor palanca para el progreso, mientras que hay decenas de regiones y ciudades pujantes en todo el país.
El nuevo gobierno también parece subestimar y desechar el progreso conseguido hasta ahora como parte de un rechazo irreflexivo a todo lo que provenga del periodo de gobiernos “neoliberales” y por lo tanto “corruptos”. El problema es que estas soluciones dan, de tajo, al traste con avances en derechos y libertades para amplios segmentos de la sociedad y para actores económicos de todo tipo y cercenan instituciones creadas para pavimentar el tránsito de una economía de privilegios a una de derechos y libertades ciudadanas y para garantizarlas.
En el fondo, pretender que se tienen las recetas adecuadas para cada problema traiciona un acendrado presidencialismo y centralización ya experimentados antes y que, con el tiempo, no rinden frutos.
Sin embargo, la razón para ser optimista consiste en reconocer que el futuro del país no depende de una persona y que el trabajo de cada mexicano, empresa, organización, municipio o estado en su propio ámbito es la clave para mejorar; que al país le irá bien cuando le vaya bien a cada trabajador, emprendedor, colonia, grupo, región y no cuando le vaya bien a México.