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El presidente Andrés Manuel López Obrador celebró este lunes el primer aniversario de su triunfo en las urnas en 2018 con un evento que pretende convertir a esa elección en un hito transformador de México. Desde hace un año AMLO ha dedicado sus mayores esfuerzos a imprimir en los mexicanos, sobre todo en ellos que él llama adversarios, el sentimiento de que el resultado electoral implica no sólo un cambio de partido, ni una alternancia más, sino una nueva etapa de la historia que no debe medirse en años, ni en sexenios, ni en décadas, sino en siglos. Ha invertido también en insistir que es irreversible y que es necesaria la concentración de poder para estar apertrechado y enfrentar la contraofensiva por venir.
Es paradójico recordar que algunos políticos “neoliberales” del pasado reciente tenían una pretensión similar: consideraban que la modernización tecnocrática de la economía era transformadora e irreversible y que, para ello, era crucial que los reguladores fueran autónomos para aguantar la contraofensiva en caso de que AMLO ganara algún día.
Estas dos actitudes denotan un olor antidemocrático y una subestimación del ciudadano para definir el rumbo del país. Un voto puede resultar equivocado, pero una democracia establecida y aceptada cuenta con los instrumentos para ensayar alternativas y corregir cuando se experimenta una fallida.
El principal lastre mexicano en el siglo XX fue la incapacidad de contar con las condiciones democráticas para confiar a la ciudadanía la definición del rumbo. Era el sistema priista en el poder quien decidía por todos y logró hacerlo con gran eficacia, desde el punto de vista de la estabilidad, al conjugar la no reelección con una cierta alternancia entre las varias corrientes representadas en los flexibles principios del partido.
Esta forma de gobernar lleva, irremediablemente, a un sistema en el que la estabilidad depende de concesiones que otorga el gobierno a distintos grupos de interés para que acepten que las decisiones se tomen de manera piramidal y disciplinada. El problema es que esta ausencia de democracia real y concentración del poder siempre llevan a una mayor corrupción, exclusión y desigualdad que, con el tiempo, se convierten en el propio sistema.
La pregunta en el aire un año después del contundente triunfo de López Obrador es si la transformación de raíz que propone fortalecerá la democracia o la debilitará a tal punto que se regrese al viejo régimen. Quizá el reto más importante para el sexenio 2018-2024 no esté en el ámbito económico, que ha recibido la mayor atención por la incertidumbre a la inversión que se ha generado, sino en la consolidación de la democracia.
Hay ya varios signos ominosos, en particular las propuestas de reforma al marco electoral, el proyecto de debilitamiento y pérdida de autonomía del Instituto Nacional Electoral, la insistencia en la revocación de mandato para aparecer en las boletas en las elecciones intermedias, la ausencia de liderazgos en partidos de oposición, la falta de contrapesos y la intolerancia a la crítica.
No es coincidencia que el tránsito a la democracia se haya dado durante el periodo de los gobiernos “neoliberales” como les llama el Presidente. Las transformaciones económicas (basadas en la estabilidad macroeconómica que requiere de finanzas públicas sanas e independencia del banco central y la apertura apuntalada por la red de tratados de libre comercio) no están divorciadas de la transformación democrática y del inicio de la alternancia. De hecho, al institucionalizar la política macroeconómica, es decir, sacarla de Los Pinos y centrarla en una Secretaría de Hacienda y Crédito Público con un mandato de finanzas públicas sanas, y en el Banco de México, con uno de estabilidad de precios, y al consolidar la apertura por medio de tratados sin facultades para modificarlos, el gobierno perdió una gran capacidad para sostener un régimen concesionario universal, lo que permitió facilitar el tránsito democrático. López Obrador ahora acepta la importancia de la estabilidad y la apertura.
Esta apertura “neoliberal” fue uno de los principales ingredientes de la transformación democrática en virtud de la cual ahora AMLO es presidente de México. Por razones políticas y para supuestamente mantener la viabilidad del PRI, la apertura no fue total. El régimen concesionario se mantuvo en energía, para no lastimar sindicatos y proveedores, en telecomunicaciones por un tiempo, y en servicios ligados a la salud y la educación. Las reformas estructurales de 2013 tuvieron como objetivo introducir en estos sectores una mayor competencia y una liberalización para hacerlos viables y competitivos. Su rezago se había convertido en un lastre para el resto de la economía y el crecimiento.
La Cuarta Transformación pareciera querer ser el dique que mantenga el antiguo régimen en estos sectores rezagados; si ese es su papel, no pasará a la historia como el hito que pretende. Tampoco si no se compromete con la democracia y la alternancia; no sólo del sistema electoral, sino también de Morena. El otro gran error de Carlos Salinas, además de abrir estos sectores, fue que no supo, pudo o quiso reformar al PRI e impulsar una democracia verdadera, coherente con la modernización económica. El gobierno actual corre el peligro de repetirlos y hacerlo en un ambiente en el que el elector mexicano muestra, en cada elección, su voluntad de alternancia y reversibilidad de lo irreversible. Faltan sólo cinco años para esta gran prueba.