No cabe duda de la enorme importancia que tiene la elección del 1 de julio. En ella se va a poner a prueba la dirección del país; no sólo en términos económicos sino en el largo y complejo proceso de consolidación democrática.
Queda cada vez más claro lo que ha sido evidente en los últimos 20 años: lo único que funciona bien es aquéllo dónde la clase política interviene menos. La que ha sobrevivido de las reformas político-electorales más o menos intacta es la participación ciudadana, es especial en el proceso y escrutinio del voto del día de la jornada electoral. En el resto, los políticos han optado por hacer los procesos más litigiosos, modificar después de cada elección los elementos que permiten justificar sus derrotas y abrumar al Instituto Nacional Electoral (INE) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) con más responsabilidades y funciones; algunas de ellas contrarias a los derechos ciudadanos.
La última gran decepción es, de manera obvia, la decisión del TEPJF de permitir el uso fraudulento de credenciales de elector para dar de alta a candidatos independientes. La otra está relacionada con la falta de segunda vuelta.
Si la hubiera, la importancia del Tribunal, y aún del INE, sería mucho menor, ya que los ciudadanos decidirían a final de cuentas la mayor parte de las elecciones. Con la segunda vuelta, por ejemplo, los resultados de las elecciones del estado de México y Coahuila no tendrían las dudas que imperan todavía hoy.
El resultado del debate de este domingo, y de los dos siguientes, tiene que ser evaluado con sólo dos indicadores: el rating que se logre y la discusión posterior que genere. Lo que requiere la democracia mexicana es que el mayor número de ciudadanos lo vea y se formen una opinión para votar en julio. El porcentaje de indecisos y el voto estratégico son suficientemente altos para hacer la elección todavía impredecible. Lo que más le conviene al fortalecimiento de la democracia es una elección competida.
Se puede pensar que para el candidato arriba en las encuestas, Andrés Manuel López Obrador, el mejor caso es que el número de televidentes y sus intervenciones en el debate sean bajos: ‘si voy ganando, para qué arriesgo decir algo que espante a un grupo de electores o al tipo de cambio’.
El caso del segundo, Ricardo Anaya, y del tercer lugar, José Antonio Meade es muy distinto. A diferencia de López Obrador, ellos necesitan que el debate ayude a cambiar la dinámica de la campaña para que empiece a ser una carrera de dos caballos y ya no de sólo uno. Obviamente, la estrategia que se ha seguido hasta ahora, y que ha tenido un muy negativo y lamentable impacto sobre las instituciones del Estado, de luchar por el segundo lugar, sólo ha servido al primero. Para esto se requiere de un gran auditorio e interés ciudadanos, así como una actuación espectacular en el debate.
Para ganarlo necesitan ir mucho más allá y no sólo presentar a López Obrador como un peligro para México. Hay que ofrecer la posibilidad de un país diferente, con perspectivas de transformación y sobre el que vale la pena apostar. Esta es una elección de cambio en vista del hartazgo de una sociedad que exige más que antes y quiere ver resultados.
El regreso del PRI fue predicado sobre una supuesta eficacia en la acción del gobierno que los electores consideran ausente, mientras que al PAN todavía (y al PRD también) se le recuerda como el partido al que se le dio la oportunidad de dar un giro a la forma en que se gobierna, pero que desaprovechó. Lo que el ciudadano quiere es escuchar un reconocimiento de que la corrupción es un mal endémico íntimamente ligado al proceso político y sus abusos; que las posibilidades de desarrollo son muy superiores si se logra reducir la corrupción y que la inseguridad que se sufre es también en buena parte resultado de ésta y de los efectos nocivos del proceso electoral en los gobiernos estatales y locales. Quiere también palpar que ahora el esfuerzo vendrá de la clase política que estará dispuesta a poner en la mesa sus privilegios.
Esta línea argumental es, por supuesto, más difícil para Meade. Él trae a cuestas la pesada doble carga de la larga identificación del PRI con la corrupción que se profundizó este sexenio y de haber pedido a este partido hacerlo suyo el día de su elección como candidato, en lugar de haber propuesto ganar la presidencia cambiando y modernizando al PRI.
Anaya puede proponer un cambio que vea hacia adelante, que se distinga de López Obrador quien ofrece volver a un pasado que ni fue bueno como dice, ni sería viable en el siglo XXI. Pero esta oferta debe implicar transformar la manera en que los políticos ven su participación en la acción pública para que deje de ser una fuente de negocios y de representación de intereses.
El domingo estos dos candidatos tienen una oportunidad de capturar la imaginación del votante mexicano. No lo van a lograr con un discurso mediano, ni burocrático, ni tibio, ni negativo.
Cabe también preguntarse cómo debe evaluar Los Pinos el resultado del debate. De forma clara, un triunfo contundente que pusiere a Meade en el segundo lugar sería su opción número uno. La pregunta analíticamente interesante es si la carrera se vuelve, a raíz del debate, en una de dos caballos, si preferiría que ganara López Obrador o Anaya. Muchos piensan que a Enrique Peña Nieto le convendría un triunfo del candidato de Morena quien ha ofrecido una suerte de amnistía. Ésta sería una visión miope: en el largo plazo, su presidencia será recordada por las reformas estructurales de 2013 que ayudarán en mucho a transformar a México en un país desarrollado, como lo hizo el TLCAN hace 25 años. Pero esto sólo sucederá si su implementación continúa con éxito por lo menos dos sexenios más, como el TLCAN. Si el próximo presidente de México retrasa, no prioriza o revierte las reformas energética, de telecomunicaciones y educativa, Peña Nieto será sólo recordado por la Casa Blanca.