El holgado triunfo de Andrés Manuel López Obrador en julio y la toma de posesión en diciembre han generado una muy alta expectativa para su incipiente gobierno. El presidente de México prometió este sábado un cambio radical y profundo. No sólo fue una promesa, sino también una advertencia para aquellos renuentes al cambio.
La pregunta por supuesto es a qué tipo de cambio se refiere. Durante la campaña el mensaje, por lo menos para inversionistas y mercados, era que el candidato de Morena representaba el cambio, pero que no se preocuparan, que no mucho. En el discurso de toma de posesión hubo una modificación en el tono, aunque no tanto en la sustancia, al insistir que hay un cambio de régimen.
Cada ciudadano tendrá su propia —y válida— interpretación del significado ‘no les fallaré’. Algunos lo interpretarán en el sentido de revertir la reforma energética o la educativa. Otros en términos de conseguir la seguridad; muchos, quizá la mayoría, con relación a incrementar en salarios promedio; pocos a regresar a una economía proteccionista; unos más que esperan la consolidación de Morena en un partido mayoritario.
Para mí, el cambio más importante y la medida sobre la que deberá evaluarse el sexenio de AMLO se refiere a la erradicación de la corrupción. Eso sí que sería revolucionario, profundo y radical. Tiene absoluta razón el presidente al identificar a la inmunda corrupción como el principal mal, la mayor causante de la desigualdad y de la falta de crecimiento. Esta corrupción no sólo desvía recursos públicos que pudiesen haber sido utilizados para la construcción de infraestructura, gasto social indispensable y servicios públicos, sino que representa un insuperable obstáculo para ahorrar e invertir, para el desarrollo de pequeñas y medianas empresas, generar una demanda laboral que garantice salarios reales crecientes, merecidos y competitivos y garantizar el crecimiento en todo el país y no sólo en los estados ligados al comercio exterior, ámbito en que, hasta ahora, se aplican reglas claras.
En vista de la historia y la prevalencia de la corrupción es natural dudar de la capacidad de López Obrador para erradicarla. Sólo los hechos en los próximos años podrán mostrar si el cambio de régimen es real. Este tránsito está íntimamente relacionado con la aspiración de construir un país moderno y justo; implica pasar de una economía y sociedad de privilegios a una de derechos ciudadanos.
La existencia de estos privilegios ha descansado en México en la nociva relación entre la política, el gobierno y los intereses económicos. Esta red de connivencia era el corazón del sistema priísta (y también porfirista) que dominó a México la mayor parte del siglo XX (y finales del XIX). El sistema político estaba cimentado sobre un arreglo, consagrado en el artículo primero de la Constitución que graciosamente ‘otorgaba’, en lugar de reconocer, las garantías individuales del ciudadano. No fue sino hasta 2011 que se modificó el artículo para reconocer y ya no otorgar los derechos humanos.
Aunque quizá a muchos sorprenda, el difícil proceso del desmantelamiento de la red de privilegios inició con las revoluciones (cambio de regímenes) gemelas de la apertura comercial y la democratización del periodo ‘neoliberal’. El éxito del nuevo gobierno quizá resida en terminar con el desmantelamiento al eliminar muchos de los privilegios que aún restan, en no crear nuevos y en asegurar a todos los mismos derechos. Contrario a su intuición natural, la mayor competencia en economía y política es el mejor camino para lograrlo.
Sólo al final del sexenio se verá si la corrupción se redujo sensiblemente; si opta por coartar el papel del mercado y la competencia, se regresará más temprano que tarde al sistema anterior.
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