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El 28 y 29 de junio se reúnen en Osaka, Japón, los líderes de las 19 principales economías del mundo en el contexto de G-20. Este grupo fue originalmente formado por los ministros de Hacienda para responder a la crisis asiática en 1998 y posteriormente por los jefes de gobierno, a raíz de la gran recesión de 2009.
La reunión de G-20 se ha convertido en sustituta de G-7 y los invitados que acudían a ella de manera esporádica. La gran ventaja de este grupo es la inclusión de países que por su envergadura juegan un papel clave en el desempeño global (como China, India, Brasil, Australia, Rusia, México y otros) pero que no participaban en el grupo más restringido.
En general, los líderes se pelean por participar en ella. Cristina Kirchner, por ejemplo, montó una campaña para asegurar un asiento cuando había un movimiento para excluir a Argentina. España cabildea cada año para participar como invitada, aunque no sea parte del grupo.
La participación en G-20 es muy importante, ya que constituye un foro en que se discuten los temas torales para el funcionamiento de la economía mundial, los retos que los países enfrentan con respecto a reajustes estructurales relevantes como la digitalización de los procesos productivos y su impacto en el empleo, el cambio climático y su efecto en el bienestar, las disputas comerciales entre naciones, el funcionamiento del sistema multilateral en los ámbitos monetario, fiscal, comercial, de seguridad, de narcotráfico, salud, agricultura y pesca, y muchos otros.
Por su tamaño, los 20 líderes tienen suficiente peso para decidir el rumbo de instituciones tan importantes como Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio, la Organización Internacional del Trabajo, la Organización Mundial de la Salud, la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la OCDE y otras muchas.
Para poder tomar una postura, opinar, influir y redireccionar estas instituciones es obligatorio participar, estar presentes, argumentar, debatir formar coaliciones, presentar propuestas. Esta responsabilidad fiduciaria es ineludible para el Estado mexicano. Todo aquel que prefiera el silencio y la ausencia otorga al resto la facultad de decidir por él.
Aunque sorprenda a muchos, incluidos los más altos funcionarios de este gobierno, México tiene un significativo peso específico en el contexto de G-20. La voz y argumentos mexicanos cuentan mucho más que los proporcionales a su tamaño. Por su situación geográfica e historia, México puede hablar en representación de América Latina y de América del Norte. Por su riqueza cultural y diversidad económica sus argumentos reflejan los de un país con pobreza, pero también el punto de vista de sectores de punta en términos de las más altas tecnologías. Puede también representar al mismo tiempo los puntos de vista de Iberoamérica, del Caribe y de la OCDE. Su voz es sopesada y valorada. La de un presidente mexicano electo con una clara mayoría, como Andrés Manuel López Obrador, conllevaría todavía una representación más legítima.
Asistir a G-20 no es un dispendio, sino una inversión para cultivar un activo que es de todos y no de Palacio Nacional. Permite organizar de manera expedita reuniones bilaterales con los principales líderes del mundo para convencerlos de una visión, forjar una alianza y poder contar con ellos cuando se enfrente una crisis financiera, una epidemia, un terremoto, un huracán, el hostigamiento de una potencia u otro reto de esta magnitud. México ha padecido muchos episodios como éstos; en todos ellos la solidaridad internacional es fundamental. Es mucho más probable que se obtenga ayuda cuando el presidente puede llamar a un colega con el que ha trabajado y compartido proyectos y objetivos.
En el contexto actual, la ocasión se presta para que el presidente de México se reuniere con la canciller alemana, Angela Merkel; el presidente de Francia, Emmanuel Macron; el de España, Pedro Sánchez, y el de la Unión Europea, Donald Tusk, para comprometer a los negociadores mexicanos y europeos a terminar la actualización del tratado de libre comercio común en dos meses.
Esta reunión mandaría una poderosa señal a Washington de que México seguirá con una política independiente y a los grupos de interés de que hay un compromiso para con la apertura.
Se podría también aprovechar para encabezar una reunión con el primer ministro de Japón, Shinzo Abe; de Canadá, Justin Trudeau, y de Australia, Scott Morrison, para reafirmar el compromiso con el acuerdo transpacífico (TPP) y la competitividad de México para la atracción de inversión en el contexto de las diferencias comerciales entre Estados Unidos y China.
A pesar de todo esto, el presidente de México ha anunciado que no va a asistir; por eso son 19. Enviar al canciller Marcelo Ebrard con una nota a favor de la igualdad no será muy útil.
Cabe preguntarse por qué determinó no ir: ¿Para mandar una señal de cambio? Sería mejor presentar su 4T al mundo. ¿Para no enfrentar a Donald Trump? En ese caso, no iría casi nadie. ¿Para no gastar? Asistir es una inversión, si se sabe aprovecharla. ¿Para no cancelar las mañaneras? Con el cambio de huso horario las podría hacer a las 9:00 pm allá, 7:00 am acá. ¿Para no distraerse de los asuntos importantes de Méx ico? La cooperación e interlocución internacionales son determinantes para el bienestar nacional. ¿Para no subirse al Shinkansen entre Tokio y Osaka? ¿Para no visitar un país en donde realmente se respetan los derechos de todos, no hay basureros, ni basura, ni grafiti, ni robos, ni secuestros, ni bloqueos de vías férreas? ¿Para no visitar un país neoliberal? Quizá.