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La elección de este domingo representa un gran triunfo para Andrés Manuel López Obrador y para el movimiento social que ha encabezado por más de dos décadas. El resultado es ampliamente merecido después de una campaña impecable en la que supo captar el deseo de cambio que la mayoría de los mexicanos expresó en las urnas. Felicidades al próximo presidente de México y a todo su equipo de trabajo. ¡Enhorabuena!
El candidato de Morena supo sintetizar su campaña en los dos temas que más lastiman a los ciudadanos mexicanos: la extendida corrupción y la aspiración a una sociedad más justa, menos desigual. Ambos temas están relacionados: la corrupción explica una buena parte de la desigualdad de oportunidades y de resultados, pero también está detrás de la desigualdad en el respeto a los demás. Sin la superación de esta última, se vuelve imposible aceptar la legitimidad de los objetivos de otros grupos sociales y se tiende a considerar la corrupción propia como resultado del “complejo de la impertenencia”: ‘como no pertenezco de forma plena, tengo que aceptar la corrupción prevalente, que me es ajena, para subsistir y progresar’.
El que ahora éstos sean temas prioritarios es muestra de que el país ha avanzado. La menor tolerancia a la vieja y extendida práctica de la corrupción como forma de vida para la clase política, es sintomática de una sociedad más alerta, más exigente y que, desde este sexenio, paga más impuestos. El acertado énfasis en la desigualdad es, asimismo, un reflejo de que una sociedad como la mexicana no tiene pretexto para no establecer las condiciones para abatir la pobreza, una muestra de las aspiraciones de superación de amplios segmentos de la población, al tiempo de que una menor pobreza también es un argumento adicional para un crecimiento no sólo mejor repartido sino más amplio.
El extendido éxito de López Obrador y de Morena implica un cambio importante en la forma de hacer política. Si efectivamente la corrupción no es cultural, aunque sí lo sea su tolerancia, su erradicación depende de transformar el sistema político.
En los últimos años se ha avanzado en muchos temas para la modernización de la economía y de la democracia pero siempre de manera insuficiente por la incapacidad de alterar de fondo el sistema político. Ha sido fácil caer en la trampa de la compra de voluntades para promover tales o cuales reformas o lograr la aprobación del presupuesto de la federación en el contexto de un Congreso dividido. Queda la impresión, por ejemplo, de que la transición democrática se logró gracias a cuantiosos recursos otorgados a partidos políticos y gobernadores y sin rendición de cuentas. Queda la sospecha de la existencia de moches crecientes cuando los presupuestos son aprobados con votaciones unánimes. Queda también claro que la oposición a muchas de las reformas, no pocas veces encabezada por el hoy virtual presidente electo, incrementaba el poder de negociación de los partidos políticos que obtenían prebendas inmerecidas para aprobar cambios legislativos necesarios.
El triunfo apabullante del domingo está íntimamente relacionado con estos excesos. Sin la corrupción de partidos y gobernadores no sería posible entender el hartazgo ciudadano que sirvió de combustible para una elección de cambio. El gobierno de Enrique Peña Nieto, emblema a la vez de gobernadores y del PRI, así como la percepción de corrupción de gobernantes del PAN y del PRD en el ámbito estatal y municipal se convirtieron en un pesado lastre para sus candidatos y en plataforma para el ganador.
El mandato obtenido en las urnas y la amplia mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado representan una oportunidad para avanzar en la agenda, pero también una responsabilidad para construir un país mejor. Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto siempre tomaron en cuenta el factor AMLO al considerar propuestas o embarcarse en proyectos emblemáticos: para cada decisión clave ponderaban la posible reacción de López Obrador y su neutralización. Este hecho complicaba la implementación de políticas públicas (desde el establecimiento del horario de verano, pasando por la construcción del aeropuerto hace tres lustros, hasta la reforma energética, la educativa, el tendido de gaseoductos, nuevas carreteras y otros más) y maximizaba la posibilidad de extorsión de grupos dispuestos a apoyar pero no de manera gratuita. Quizá uno de los aspectos más significativos del 1 de julio es que termina el factor AMLO en la toma de decisiones públicas.
Es una oportunidad para que terminen también los presupuestos aprobados de forma unánime y con ello se reduzcan o hasta eliminen los moches. Éste es el gran beneficio de un gobierno con mayoría asegurada en el Congreso. El gran peligro es, como ya se experimentó en el pasado, el regreso a decisiones verticales que no tomen en cuenta a las minorías y que se disminuya la posibilidad de la alternancia. Que se regrese al viejo sistema de partido único y poder presidencial ilimitado. La descentralización del poder terminó descentralizando y expandiendo la corrupción. La recentralización del poder, que el gobierno actual trató de promover, con poco éxito, al inicio del sexenio, y que ahora puede regresar con creces, no es la solución si conduce al sistema político concesionario de antaño, también corrupto y anacrónico en una sociedad más abierta y compleja.
La tarea principalísima del próximo gobierno reside en erradicar la corrupción que ahoga el crecimiento y es fuente de extorsión para las empresas pequeñas y medianas de las que depende que se pueda crecer más rápido, con creación de empleo acelerada y mejoras en los salarios reales significativas. Esto no sucederá sin modificar el sistema político. Pero no para regresar al modo de operar del viejo PRI sino para sentar las bases que permitan lograr el respeto al derecho ajeno como pilar del desarrollo. La gran pregunta es si AMLO representa el regreso a este sistema o si sorprende a todos e impulsa un auténtico Estado de derecho que él mismo ha menospreciado en el pasado.
A menor corrupción y extorsión se obtendría menor desigualdad, mayores oportunidades para todos, mayor inversión, mayor empleo, crecimiento en número y calidad de las empresas y una mejora sensible en la seguridad ciudadana. La mayoría obtenida en las urnas viene con un mandato de cambiar la forma de hacer política para basar el desarrollo en una sociedad de derechos, de libertades y no de privilegios. Un reto difícil pero indispensable.