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El triunfo del candidato derechista Jair Bolsonaro en Brasil encierra importantes lecciones para América Latina y para México. Lo que suceda en la economía más grande e importante de la región representa una fuerte llamada de atención para el país; justo a tiempo.
Más que haber ganado Bolsonaro, perdieron los ex presidentes Inacio Lula da Silva y Dilma Rousseff del Partido del Trabajo (PT). La economía brasileña ha sufrido en los últimos cuatro años la recesión más profunda, dolorosa y prolongada de su historia; no pobre en episodios catastróficos, incluidas hiperinflaciones remarcables. Como siempre, a toda crisis económico-financiera de gran envergadura corresponde un populista, ahora Bolsonaro.
Al grito de ‘Fora PT’, este partido perdió al colapsar las esperanzas de un Brasil mejor y próspero después de unos años al hilo de notable mejoría. Sin embargo, el éxito de Lula no se debió a las políticas públicas que implementó, sino a las semillas plantadas por su antecesor Fernando Henrique Cardoso y los altos precios de la materias primas impulsados por la excesiva liquidez de la Reserva Federal de Estados Unidos y el desbocado crecimiento de China.
El mérito inicial de Lula se fundó en adoptar medidas contrarias a su instinto natural (ortodoxia macroeconómica y permiso para la siembra de organismos genéticamente modificados) y en no equivocarse mucho. Sus programas sociales (copiados en parte de la experiencia mexicana) sí tuvieron un impacto positivo para mejorar las condiciones de vida y la remuneración de un gran número de brasileños, pero resultaron a la larga insostenibles. En especial el régimen de pensiones y la corrección sistemática del salario mínimo.
Esta insustentabilidad resultó no sólo del diseño y generosidad de los programas sino también de la incapacidad, y falta de voluntad, para modernizar la economía y hacerla realmente productiva. Para ello eran necesarios cambios estructurales que el PT nunca estuvo dispuesto a considerar. Itamaraty (como se conoce a la Secretaría de Relaciones Exteriores y encargada de su política de comercio internacional) y BNDES (el banco nacional de desarrollo) cargan con una importante responsabilidad como obstáculos a la modernización de la economía. El primero por su renuencia a considerar un programa claro y ambicioso de apertura comercial ante el temor de que su sector industrial y manufacturero no sobreviviera la competencia internacional. Esta visión lo llevó a poner todos los huevos de la estrategia comercial en dos canastas hasta ahora fallidas, la Organización Mundial de Comercio y el Mercosur; un grave error. El segundo, al financiar generosamente grandes operaciones no competitivas de manufactura (BNDES llegó a extender más crédito que el Banco Mundial en algunos años) para luego pedir un esquema de protección al comercio exterior para que se repagaran créditos que no debió extender. Un ejemplo a evitar.
Los mayores pecados económicos de Lula y Dilma están relacionados con políticas macroeconómicas insostenibles y con no haber aprovechado los altos precios de las materias primas para abrir y modernizar la economía. No obstante, su mayor falta fue la corrupción, para la que hay ahora una menor tolerancia en buena parte por los más altos impuestos que se cobran. Estos pecados, sumados a la percepción de ineficacia de la acción gubernamental, explican el resultado electoral.
Por supuesto, Bolsonaro no es un fenómeno exclusivo de Brasil. Trump, Erdogan y los primeros ministros de Polonia, Hungría e Italia reflejan características similares. El caso de Andrés Manuel López Obrador en México tiene también algunos paralelismos, sobre todo en materia de la percepción de corrupción e ineficacia del gobierno saliente. La diferencia más importante es que Brasil ha sufrido una crisis económica profunda y compleja, mientras que para el resto el punto de partida económico era positivo.
Si se piensa que el gobierno en funciones es ineficaz (en el ámbito de seguridad, de provisión de servicios y de comportamiento de la economía) y no sirve, no parece haber mayor riesgo de intentar algo distinto y el votante se inclina por un hombre fuerte que lo proteja.
Los mercados han reaccionado de manera favorable a la elección de Bolsonaro ante la esperanza de un nuevo sentido de dirección para la economía brasileña y por la expectativa del fin de la recesión. A diferencia de Lula, enfrentará un entorno externo adverso: incremento en tasas de interés y servicio de la deuda, desaceleración china que permite prever menores precios de materias primas, incremento en la aversión al riesgo de país emergente. Tendrá poco espacio para equivocarse. Si yerra, terminará corriendo la suerte de deterioro de perspectivas y necesidad de ajustes profundos que sufre el presidente de Argentina, Mauricio Macri. Por otro lado, la situación adversa externa le impedirá dormirse en sus laureles como sucedió con Lula y Dilma. El margen de error para México es mayor, pero aún estrecho.
El principal riesgo para Brasil y México no se dará en materia económica, sino en el ámbito de la democracia. El hombre fuerte, caudillo o tlatoani, siempre ha resultado una mala idea en América Latina. La sociedad enfrenta un importante reto de cómo asegurar que la democracia crezca y se perfeccione aun si el gobierno es presidido por un populista. No será fácil.
Hay varios elementos que pueden contribuir a que así sea. El primero es el grado de apertura de la economía. La mayor inserción global hace menos probable el capitalismo de compinches y el corporativismo que merman la democracia. En este frente, México está mejor parado debido a la red de tratados de libre comercio con que cuenta.
En segundo lugar importa la independencia del Poder Judicial. Aquí Brasil lleva la delantera por las reformas de los últimos años y las mejoras sustantivas de la labor de ministerios públicos. Ya se verá si la incorporación de Sergio Moro ayuda u obstaculiza este progreso. Para México el reto no es sólo avanzar, sino no retroceder. Los próximos nombramientos para la Suprema Corte y las posibles reformas que se rumoran a la misma darán luz sobre el futuro de la impartición de justicia.
En tercero, es crucial la autonomía del banco central. México tiene ventaja sobre Brasil, pero puede perderla si el Banco de México no cuenta con el capital humano indispensable y se legislan cambios para distraerlo de su único objetivo, la estabilidad de precios. La libertad de expresión y de prensa ocupa el cuarto lugar. Bolsonaro, como Trump, culpan al mensajero y se dicen víctimas de noticias falsas cuando ellos mismos las propagan. En México ya se verá cómo la drástica reducción de los gastos en publicidad impacta la relación entre gobierno y medios de comunicación.
Es necesario también un papel activo de los empresarios. A pesar de lo que se piensa en términos de concentración de la actividad económica, la apertura comercial y la sofisticación y diversificación de la economía favorecen en México la presencia del sector privado como contrapeso. De hecho, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene una oportunidad para sentar las bases para la sana distancia entre lo público y lo privado si no opta por un modelo corporativista priísta; las primeras señales no son buen augurio. En Brasil, la pregunta es si el sector privado de Sao Paulo seguirá insistiendo en mantener la economía cerrada.
Se requiere también de una oposición creíble que proponga alternativas de política pública que permitan un sano debate de ideas; esto no se logrará sin que los partidos políticos se democraticen y reconstruyan.
Importa sobre todo el dinamismo de la sociedad civil, las redes sociales y la opinión pública, que jugarán un papel determinante para hundir o rescatar los procesos democráticos. Sólo en ellas el populista encontrará su contrapeso definitivo.