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Ante el desprestigio, ganado a pulso, de la clase política, está de moda presentarse como ciudadano e identificar en él la solución para todos los problemas. La calidad de ciudadano es, por supuesto, clave para la vida democrática y para la modernización del país. Sin embargo, la promoción ciudadana puede llevar al extremo del rechazo de la política como método para la convivencia social y la gobernabilidad. Esto es un gran error y un peligro. Las sociedades con animadversión a la clase política terminan por generar populismo y gobiernos no democráticos.
Hay muchos ámbitos en los que es necesaria la participación ciudadana, pero sin llegar al grado de sustituir al gobierno en todo. Por ejemplo, es claro que la ciudadanización de las casillas y autoridades electorales ha sido un gran acierto que ha contribuido de manera importante a la transición democrática pacífica en México. No obstante, sería ingenuo pensar que el Instituto Nacional Electoral o el tribunal electoral pudieren ser manejados exclusivamente por ciudadanos. El caso del resto de las instituciones del Estado es aun más claro: la junta de gobierno del Banco de México puede tener ciudadanos, pero el éxito de la institución depende de la formación continua de funcionarios altamente calificados; el Sistema Nacional Anticorrupción se puede beneficiar del involucramiento ciudadano, pero éste no puede ni debe sustituir a la investigación profesional del Ministerio Público ni a la elaboración de sentencias por parte de jueces profesionales, ni a la administración del sistema carcelario.
La moda ciudadana se ha exportado ahora al ámbito electoral. En vista de la mala imagen de gobiernos y partidos, los candidatos se pelean para ver quién es el menos político y el más ciudadano. Por cierto, esa fue la estrategia de Jaime Rodríguez en Nuevo León y de Donald Trump en Estados Unidos. Ambos explotaron la percepción, correcta y generalizada, de que los gobiernos no funcionaban, de que la clase política tenía que ser drenada y de que la economía estaba peor. Ni plan A ni plan B, sino enviar al diablo a las instituciones.
Para la elección de 2018 tienen ya varios la misma tentación: Morena basará su estrategia en atacar a la mafia del poder y en presentarse como la opción antisistémica. El Frente se autodenomina ciudadano. Los independientes enfatizan que lo son. Y el PRI presume a su candidato por ser no priísta y algunos hasta lo califican como más ciudadano que el resto. ¿Y las instituciones, apá?
Si bien es cierto que un buen candidato ciudadano tendría buenas posibilidades de ganar la presidencia en 2018, en realidad lo lograría no tanto por ser ciudadano, como por ser buen candidato. De hecho, por ser buen político. Es cierto que, en el ambiente actual, buen candidato implica poder demostrar un aceptable nivel de honestidad que no debe confundirse con ciudadanía.
La fortaleza de Andrés Manuel López Obrador no estriba en que sea ciudadano, sino, por el contrario, en ser un político profesional de mucho tiempo. La de José Antonio Meade no radica en distanciarse de su experiencia como funcionario público, sino al revés, en presentarse como el más experimentado y defender lo logrado por los gobiernos de los que ha sido parte. La del Frente y su candidato depende del manejo político que dé al proceso de selección para legitimarlo, de la apertura que tenga para atraer al mejor talento y de la propuesta de transformación que haga del sistema político-electoral. Pero no para hacerlo más ciudadano, sino para construir y reconstruir las instituciones que permitan transitar al Estado de derecho.
La elección de 2018 sí tendrá un aspecto ciudadano de suma importancia que los partidos y coaliciones corren el riesgo de ignorar: los electores quieren un cambio radical. Pero por radical no quiere decirse una vuelta de 180 grados ni un golpe de timón, sino que los partidos dejen de ver a la función pública como un negocio y al uso de los recursos públicos como palanca para la preservación del poder. Y que los partidos reconozcan que su comportamiento y apego al dinero son causas principales de la ausencia del imperio de la ley, de la extorsión y de la corrupción.
La campaña de 2018 puede ser la primera instancia para empezar la revolución de comportamiento de los partidos. Mucho dependerá de lo que decidan sus candidatos. Ellos tendrán que responderse a sí mismos preguntas muy difíciles, pero claves para comprender su compromiso con el cambio: ¿se puede en México ganar una elección sin dedicar recursos monumentales a la compra de medios y opiniones?, ¿sin la compra del voto?, ¿sin la recepción y uso de recursos ilegales?, ¿sin sobrepasar los topes de campaña? Si la respuesta a estas preguntas es no, entonces quizá deba concluirse que no es posible cambiar la forma de gobierno para realmente modernizar al país y que sería mejor no ser candidato ni cómplice.
¿Será la campaña del PRI tan dispendiosa como la de hace seis años y las recientes en el Estado de México y Coahuila? ¿Estará dispuesto su candidato a que así sea? ¿Qué fórmulas propondrá para cambiar el sistema?
¿Qué ofrecerá el Frente que sea distinto a las opciones que critica en Morena y el PRI?, ¿el método de selección?, ¿la austeridad?, ¿la apertura a candidatos fuera de los partidos?, ¿el compromiso por cambiar el sistema político de raíz?
Para que funcione la política se requiere legitimidad y profesionalismo. La legitimidad debe surgir de la voluntad para transformar el viciado sistema prevalente en que los partidos ven a la política como fuente de recursos económicos e instrumento para permanecer en el poder. Lo revolucionario sería contar con candidatos dispuestos a reivindicar la política para que sirva al ciudadano y no a sus partidos.
@eledece