Las fricciones comerciales entre Estados Unidos y China representan uno de los temas más importantes en el ámbito económico mundial. En Washington se ha formado una especie de consenso sobre el buen tino de su presidente de identificar en China al enemigo a perseguir.
Originalmente Donald Trump planteó el problema en términos del déficit comercial y la pérdida de empleos manufactureros; una especie de pleito entre el medio oeste, identificado como corazón industrial de Estados Unidos, con la costa este de China. Hay un claro fuerte desbalance comercial entre las dos más grandes economías globales. En 2018, China representó 21% de las importaciones totales estadounidenses, pero sólo 7% de sus exportaciones. Producto de las fricciones comerciales y la imposición de aranceles y represalias (o de su sola amenaza), la participación de China en las importaciones bajó a 18% en el primer trimestre de 2019, y a 6% en las exportaciones.
No obstante esta disparidad comercial, que tiene varias explicaciones, en Estados Unidos hay tres preocupaciones estratégicas con respecto a China que son mucho más importantes y pueden representar, desde su punto de vista, una amenaza futura. El déficit comercial es significativo, pero no es un tema nuevo ni refleja necesariamente una debilidad estructural. Estas tres preocupaciones son: una, que Estados Unidos deje de ser la economía más grande del mundo. Dos, que China se consolide como un motor de cambio tecnológico y que allí se desarrollen las nuevas tendencias. Tres, que Estados Unidos se rezague en términos bélico-tecnológicos.
El ansia de China por avanzar en el ámbito tecnológico es una respuesta a su principal debilidad estructural, la demografía. A diferencia de Japón, que llegó a ser una sociedad vieja y que se encoge en tamaño (deberían anunciar sus cifras económicas en términos per cápita para que resulten positivas), rica, China necesita un salto cuántico en términos de productividad para enriquecerse más rápido de lo que envejece.
Otra alternativa, o estrategia complementaria, consistiría en la apreciación acelerada del yuan, como sucedió por cierto con el yen y el marco, para cerrar la brecha de ingreso con respecto a economías avanzadas antes de que sea demográficamente demasiado tarde. Esta apreciación representa, no obstante, retos difíciles de remontar en vista de los enormes subsidios cruzados e inversiones improductivas de la economía China, así como una pérdida de competitividad si antes no mejora de manera sustancial la productividad por medio del cambio tecnológico. Por lo tanto urge acelerar el cambio; los chinos prefieren un renminbi no muy fuerte.
El temor en Estados Unidos está ligado a la urgencia china por el dominio tecnológico. Les preocupa el foco de atención de la tecnocracia china dispuesta a inversiones mayúsculas para apuntalar el avance tecnológico; preocupa la capacidad y número de ingenieros chinos con relación a sus pares occidentales; preocupa también la envergadura de empresas chinas, las economías de escala y de enfoque que ya pueden alcanzar estas empresas y que las hace candidatas para que desarrollen las tendencias del futuro. Para transitar de muy buenas copistas a desarrolladoras originales en áreas de punta: inteligencia artificial, nanotecnología, biotecnología, materiales, vehículos autónomos, ciberseguridad y otros.
Así, China impulsa un ambicioso proyecto nacional basado en el temor demográfico y la inviabilidad de un crecimiento resultado de muy altas tasas de ahorro e inversión e incrementos en la productividad al transitar a una economía industrial, pero con rendimientos decrecientes y tecnologías no propias. Por su lado, Estados Unidos teme que el temor chino lo lleve a perder la primacía de tamaño (no es simplemente un miedo sicológico sino que, desde su punto de vista, lo asocia con la capacidad de ser líder tecnológico), la primacía de innovación para los bienes y servicios del futuro y la primacía tecnológico-militar.
Las fricciones sino-estadounidenses recientes dejan en claro que el principal argumento a favor del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) que reemplaza al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es que América del Norte compite mejor con China como región que de manera individual. Si bien el TLCAN tenía como objetivo incrementar el comercio y la inversión en la región, T-MEC debe tener una aspiración más alta: la competitividad global. Para México el reto es doble: en primer lugar, posicionarse como la plataforma de exportación al mundo; en segundo, participar y competir en el desarrollo tecnológico.
Lo primero requiere mejorar y profundizar la integración industrial que ya se tiene con Ontario y el medio oeste. Lo segundo, estrechar los lazos con California, Austin, Boston, el triángulo de investigación de Carolina del Norte, Toronto, Montreal, Vancouver y otros centros de creatividad e inteligencia, y potenciar CDMX, Guadalajara, Monterrey, Tijuana, Oaxaca, Guanajuato, Querétaro y otras ciudades que forman ingenieros, programadores, matemáticos, cocineros, artistas y otros creadores.
Pero requiere sobre todo cambiar el creciente desdén por la ciencia y la excelencia en la educación, por las asociaciones público-privadas para el avance tecnológico, por la tecnocracia y el saber hacer.
México es el segundo proveedor de Estados Unidos (detrás sólo de China) y su segundo mercado (detrás sólo de Canadá y en un par de años primero), pero está muy rezagado en el terreno en que se disputa la competencia, la tecnología. No obstante, la creatividad es una de las ventajas comparativas del país y otra su demografía. En México hay que apostar a favor del mundo digital no tanto por temor a envejecer tan pronto como China, sino por su relativa juventud, que también terminará algún día. A juzgar por el reciente debate educativo, se está lejos de ver en el talento de punta el cimiento del desarrollo verdadero.
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