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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es con frecuencia caracterizado como una persona sin ideología, sin principios, que puede cambiar de bando (durante años se consideró cercano a los demócratas), dispuesto a intercambiar concesiones transaccionalmente en cualquier ocasión. Quizá sea cierto para muchos temas, pero no, hasta hoy, en materia de comercio. Tiene un acendrado y viejo sentimiento proteccionista y una visión del mundo en la que su país siempre pierde en las relaciones internacionales. Su campaña y su discurso de toma de posesión estuvieron basados en la premisa de regresar a Estados Unidos a su grandeza y detener la carnicería a la que se le había sometido. Para hacerlo, el presidente Trump está dispuesto a perturbar el orden mundial y actuar de manera unilateral.
En su primer año de gobierno la implementación de esta visión resultó en profundas divisiones en su equipo y provocó ajustes importantes. Al principio parecía que podían ganar los globalistas y se podría controlar a los nacionalistas. La salida de Steve Bannon constituyó una clara señal en este sentido. No obstante, en su segundo año la antigua querencia ha resurgido con virulencia. Peter Navarro y Larry Kudlow (hasta su reciente infarto) han tomado un papel mucho más preponderante en la definición de políticas públicas y en la comunicación, mientras que su representante comercial, el embajador Robert Lighthizer, ha quedado atrapado por las posiciones extremas que planteó al inicio para ganarse la confianza de su jefe como negociador; las llamadas “píldoras envenenadas”. Por su lado, los miembros más razonables del gabinete han salido, como Rex Tillerson, o han sido prácticamente marginados, como el jefe de la Casa Blanca, el general John Kelly.
La mano de los nacionalistas ha quedado patente en las últimas semanas, sobre todo por el uso de la excepción de seguridad nacional, la famosa sección 232, para imponer aranceles de importación que, de otra manera, no se justifican. En el ámbito del comercio exterior, el uso de la excepción de seguridad nacional es el equivalente a un arma nuclear. Tanto la Organización Mundial de Comercio (OMC) como los tratados de libre comercio contemplan la posibilidad de poner obstáculos al comercio para impedir el tráfico de armas, en casos de emergencia nacional o guerra y para prevenir la proliferación de armas nucleares. En estos casos, los países están en libertad de imponer medidas (aranceles, cuotas, permisos y otras) sin violar compromisos internacionales. En su legislación doméstica, la sección 232 de la ley de Estados Unidos permite este tipo de medidas excepcionales.
Para Donald Trump ha sido muy frustrante darse cuenta de que sus facultades para imponer aranceles a su gusto son mucho más limitadas de lo que pensaba. Se lo impiden la ley, su Congreso, la OMC y los TLCs. No obstante, sus asesores nacionalistas encontraron en la excepción de seguridad nacional el pretexto para hacerlo. La abrumadora mayoría de los países que respeta el marco jurídico del comercio internacional considera a esta excepción más como un privilegio a usarse de manera parsimoniosa en casos graves que un derecho del que se puede abusar.
Como Trump piensa que el sistema internacional es injusto y está en su contra, no tiene empacho alguno en utilizarla como un pretexto conveniente para imponer aranceles con otros fines. Para que no quedara duda, después del desaguisado del fin de semana en G-7, Trump dijo que la razón para imponer aranceles a Canadá era, en realidad, por los obstáculos para exportar leche a ese país.
El 1 de junio Estados Unidos anunció la imposición de aranceles al acero y aluminio provenientes de Canadá, la Unión Europea y México, que de manera casi automática impusieron sendas represalias sobre productos de exportación estadounidenses. La selección de estos productos se llevó a cabo bajo tres criterios: uno, que pagara las consecuencias la industria del acero, la principal promotora del abuso de la sección 232; dos, que los productos tuviesen peso político en el Congreso de Estados Unidos con miras a que se reviertan las medidas, y tres, que el daño al consumidor fuese el menor posible.
Estas represalias representan la primera ocasión en que alguien de peso enfrenta a Trump y sus ideas. Durante año y medio, el presidente de Estados Unidos ha impulsado políticas contrarias a la arquitectura de libertad de comercio construida durante siete décadas sin que nadie se atreviera a enfrentarlas. Por el contrario, la actitud era más bien buscar un acomodo con el hombre más poderoso del mundo.
Personas cercanas a Trump llegaron incluso a sugerir que los países de G-7 y México utilizaran la técnica de Arabia Saudita y China (alfombra roja, cortinas doradas y promesa de compras a Estados Unidos) para apelar a su ego. Emmanuel Macron, presidente de Francia, lo intentó al invitarlo al desfile del 14 de julio en la plaza de la Concordia y cuando fue el primer jefe de Estado invitado a la Casa Blanca. Pero estos esfuerzos para apaciguar a Trump no funcionan: el presidente de Estados Unidos no es convencible en materia de comercio exterior.
De allí la importancia de las represalias. No tanto por su valor económico, sino por la señal que envían sobre el respeto al régimen jurídico de comercio exterior y la voluntad de defenderlo. El gobierno de Trump ha, además, amenazado con la imposición de aranceles de 25% para la importación de coches otra vez bajo la sección 232 de seguridad nacional. El comercio de automóviles es mucho mayor que el de acero y aluminio y el impacto de tales aranceles sería devastador. La principal función de las represalias es, en este caso, preventiva.
Al final del día, el sistema político doméstico de Estados Unidos es el que debe reaccionar para corregir su política comercial nacionalista y errónea. No sólo por el perjuicio al sistema internacional de comercio, sino por el profundo daño que puede ocasionar a su propia economía. Cada vez queda más claro, por ejemplo, que el encarecimiento del acero y aluminio hace menos competitiva a la manufactura estadounidense tanto fuera como dentro de su país. Es tiempo de que el partido republicano, el sector privado, los medios de comunicación, universidades, centros de investigación y otros interesados se organicen para regresar a una política comercial sensata. Los países que tomaron las represalias ya hicieron su parte, ahora les toca a ellos.
La reunión de G-7 fue un desastre precisamente por el tema de los aranceles. Sin embargo, Trump abrió una puerta inesperada (e incongruente con su propio discurso): mencionó que la solución reside en eliminar todos los aranceles y subsidios entre miembros de G-7. Hay dos maneras de hacerlo: una, que Estados Unidos respete el TLCAN, regrese a TPP y negocie el TTIP con la Unión Europea. Dos, promover que los aranceles de nación más favorecida de los países desarrollados en la OMC disminuyan en el tiempo hasta llegar a cero, en una suerte de ronda Trump (un Nixon fue a China y un regalo a su ego, más acendrado que su ideología). Macron, Angela Merkel, canciller alemana y Shinzo Abe, primer ministro de Japón, deberían tomarle la palabra y proponerla.