¿Qué hacer con Petróleos Mexicanos (Pemex)? Una posibilidad es liquidar al otrora buque insignia del nacionalismo mexicano y dejar abiertamente la producción y abasto de hidrocarburos en manos del sector privado y en el marco de la globalización. Otra, es seguir como estamos hoy —administrar la muerte lenta de la antigua gran empresa estatal. Una tercera vía es apostar por un intento de hacerla resurgir de sus cenizas mediante inversión pública y voluntad del Estado. Y en este último caso ¿cómo, por cual vía?

El dilema del gobierno en torno a Pemex es verdaderamente shakespeariano —“ser o no ser”— con todo y sus dudas e incógnitas y el fantasma de la empresa original cardenista apareciendo entre la bruma histórica y diciéndonos (a los que aún queremos oírle) que sus administradores de los últimos tiempos fueron unos traidores y que planearon su asesinato para entregar su reino de nuevo al capital privado, básicamente extranjero.

Es innegable que los pasados gobiernos, especialmente el último, administraron de manera criminal a la gran empresa estatal mexicana. En la práctica, aunque el discurso lo negara, querían, antes de hacer a Pemex plenamente inviable y liquidarlo en favor de las empresas privadas internacionales y nacionales, extraerle el máximo de recursos fiscales y, vía las mil maneras de corrupción practicadas por sus administradores y líderes sindicales, beneficiar al máximo a esos miembros de la élite política directamente encargados de dirigir el destino de la empresa y a sus clientelas. De no haberse atravesado las elecciones presidenciales de 2018 y el triunfo de la oposición, en un sexenio más de Pemex sólo hubiera quedado el cascaron, sin contenido alguno, pero dejando al país con una deuda petrolera “soberana” de 107 mil millones de dólares (el 75% de la cual se acumuló en los últimos siete años).

A estas alturas, es claro que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha decidido modificar 180° el proyecto anterior y aceptar un reto monumental: sanear y revivir a Pemex. Obviamente la decisión presidencial es una apuesta y está abierta al ataque por sus cuatro costados, en particular la propuesta de hacer al gobierno directamente responsable de la construcción de la refinería de Dos Bocas en Tabasco —estado que ha experimentado un decrecimiento económico pronunciado— vía el propio Pemex y el Instituto Mexicano del Petróleo (IMP).

Cuando el presidente Cárdenas tomó en 1938 la sorprendente y audaz decisión de expropiar y nacionalizar el petróleo mexicano y el conjunto de los bienes de las empresas extranjeras que lo explotaban desde inicios del siglo, también se levantó una ola de críticas, particularmente en el extranjero, e incluso una rebelión: la de Saturnino Cedillo en San Luis Potosí. Los afectados y sus simpatizantes aseguraron que la decisión presidencial sería un fracaso rotundo, que el país simplemente no tenía la capacidad para hacerse cargo de una industria tan compleja, que el mercado externo desaparecería para ella, que “México se ahogaría en su propio petróleo” y que, para salvarse, el gobierno mexicano iba a tener que llamar a las empresas a las que había “robado” sus hidrocarburos e instalaciones para que volvieran a operar. Finalmente, y no sin sacrificios y fracasos, la mexicanización de la industria petrolera se sostuvo y Pemex fue un actor central en el proceso de industrialización sustitutiva de mediados del siglo pasado y del “milagro mexicano” de entonces. Luego el inicio de la crisis de ese modelo de crecimiento en los 1970 se topó con el hallazgo del super yacimiento de Cantarell que desembocó en la petrolización de la economía, el manejo irresponsable de la renta petrolera, la corrupción en gran escala y el desastre de las últimas décadas.

Sea cual sea el resultado inmediato de la nueva política petrolera mexicana, desde ahora debe de contemplarse su panorama no sólo en función del manejo de las reservas de hidrocarburos, sino también de lo que va a implicar el cambio de época en la historia de la energía. Y es que posiblemente ya estamos, no como país, sino como civilización, en las puertas de la era post petrolera o, mejor dicho, post combustibles fósiles. La era actual arrancó con la explotación comercial moderna del primer pozo petrolero en Pensilvania en 1859, aunque sería hasta inicios del siglo XX cuando el gran capital y el motor de combustión interna desembocaron en el tiempo del petróleo y México entró en esa etapa al final del porfiriato como gran productor. Según ciertos expertos y por razones ambientales, pero también económicas, alrededor de mediados de este siglo las energías renovables van a remplazar a los combustibles fósiles y entonces entraremos en una nueva era energética (Bill McKibben, A future without fossil fuels, New York Review of Books, 04/04/19).

Las grandes empresas privadas petroleras y carboníferas van a resistir el cambio a nuevas fuentes de energía. México aún va a usar gas y gasolina como fuente de energía por un buen tiempo, pero desde ahora Pemex y el IMP deben de tomar los primeros pasos para diseñar su (nuestro) nuevo modelo energético. Si a nuestro país fue el capital externo el que lo colocó como proveedor de primera línea al inicio en la era de los hidrocarburos, hoy y por voluntad propia, debe de tomar medidas para cuando, llegado el momento, México pueda y deba usar su sol y su viento como grandes generadores de energía limpia y barata.

La decisión de AMLO en relación a la resurrección de Pemex es una auténtica apuesta y enorme. La moneda va a estar en el aire por un tiempo que nos va a parecer eterno y en juego van a estar el nuevo modelo económico, el éxito o fracaso del actual gobierno y la sucesión de 2024.

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