En materia de política exterior, la brújula mexicana es perfecta, siempre apunta al norte…y es que no tiene alternativa. Desde la guerra de 1847, la vecindad y la asimetría de poder han obligado a México a no tener ninguna relación bilateral que supere en importancia —y que limite tanto su soberanía— a los nexos con Estados Unidos. Incluso cuando el trato es con terceros países, indirectamente seguimos relacionados con Estados Unidos. Toda nuestra política exterior y parte de la interna, están condicionadas por “el norte”.

Hoy el tema que destaca es la relación con Venezuela, apenas ayer eran los migrantes de Centroamérica, antes fueron Nicaragua o Chile; hace casi sesenta años fue Cuba, poco antes Guatemala, ochenta y tres años atrás fue España, hace alrededor de un siglo fueron Inglaterra, Japón, Alemania o la recién nacida URSS y medio siglo antes, Francia, y mañana pudiera ser China o cualquier otro país. En todos esos casos y más, las políticas de nuestro país se decidieron, se deciden o se decidirán, teniendo en mente “el factor americano”.

La relación que hoy es motivo de debate y disputa es la de nuestro gobierno con el de Venezuela, pero esta relación no se puede explicar tomando en cuenta sólo el trato entre Ciudad de México y Caracas. Esos nexos son inevitablemente triangulares: México-Caracas-Washington.

En política, rara vez, si es que alguna, hay soluciones que dejen satisfechas a todas las partes y, en cambio, con frecuencia todas ellas quedan con algún grado de insatisfacción. Y eso es lo que ha ocurrido con la decisión del gobierno mexicano de no firmar la llamada Declaración del Grupo de Lima (GL). Este grupo se creó en agosto de 2017 para tratar de encontrar una salida a la innegable crisis política, económica y social que desde hace tiempo vive Venezuela. El GL desconoció la legitimidad de la reelección en mayo de 2018 del presidente Maduro y, en consecuencia, hoy se niega a aceptar la legitimidad del segundo mandato que acaba de iniciar. Sin embargo, México —su nuevo gobierno— decidió que no podía acompañar al grupo en este paso que, en cambio, contó con el respaldo decidido de un actor, que sin ser parte del GL, es determinante en este tipo de asuntos: Washington.

Pocos, fuera de Maduro y su círculo, pueden negar que el régimen que encabezan es hoy una catástrofe monumental. El desastre tiene raíces añosas y el régimen creado por Hugo Chávez y heredado por Maduro, no surgió de la nada sino del fracaso del sistema de partidos anterior. Como sea, hoy la economía de un país rico en petróleo está arruinada, su política polarizada en extremo y la represión contra la disidencia, innegable.

José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, declaró que con su decisión de no firmar la declaración del GL sobre Venezuela, México se había perdido para la defensa de los derechos humanos, (Europapress, 06/01/19). Bueno, es esa una interpretación, pero otra es que México está respondiendo en función de su propia historia y de su complicada relación con Estados Unidos. Desde el siglo XIX y en los primeros años del XX, Washington usó varias veces su negativa a reconocer a gobiernos mexicanos para avanzar sus propios intereses. En 1859, Juárez aceptó firmar el infame Tratado McLane-Ocampo para que Washington reconociera a su gobierno y no al de los conservadores. A Porfirio Díaz sólo se le reconoció hasta abril de 1878, después de que pagó el primer abono por las reclamaciones presentadas por Estados Unidos, además de hacer otras concesiones. Woodrow Wilson no reconoció al gobierno de Victoriano Huerta y ese fue un elemento en su caída. Obregón debió esperar años un reconocimiento que sólo llegó en 1923, tras la firma de los “Acuerdos de Bucareli”.

Desde hace casi un siglo, Estados Unidos no usa el arma del no reconocimiento contra un gobierno mexicano, pero eso no es garantía de que no la volverá a emplear aduciendo razones similares a las que ha usado con Venezuela. Por eso López Mateos y sus sucesores no aceptaron romper en los 60 con el gobierno socialista cubano, aunque en la práctica fueron tan anticomunistas como el que más. Hoy, México regresa a esa política internacional tradicional.

En los 1960, México no se identificó con el gobierno socialista de Cuba ni ahora con el de Maduro. Básicamente, al desligarse de la condena del GL, México busca apoyarse a sí mismo frente a la gran potencia del norte. Ni duda que la defensa de los derechos humanos sale mal parada al no condenar formalmente la forma en que el régimen venezolano viola los derechos de la oposición y maltrata a su sociedad en general. Así pues, frente a la crisis venezolana, el gobierno mexicano ha tenido que elegir entre dos acciones que le implican costos: no pronunciarse contra Maduro es desentenderse de la naturaleza antidemocrática del régimen, pero apoyar el documento del GL iba en contra de un instrumento histórico de la diplomacia mexicana.

El principio de no intervención de un gobierno en los asuntos de otro nos ha sido útil, pero tiene una falla moral congénita: la neutralidad ante la violación de los derechos humanos en otros países. En esta coyuntura, el gobierno de México eligió dar prioridad a su soberanía. Y una vez más queda comprobado que, en política, sobre todo internacional, la solución perfecta es casi imposible.


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