No es la primera vez que México se ve obligado a negociar mientras su vecino, más fuerte, le impone, sin miramientos, sus condiciones. No será la última.
A punto de cerrarse el capítulo colonial de nuestra historia, en 1819, el embajador español en Washington, Luis de Onís, advirtió a sus superiores que la nación anglosajona que había nacido al norte de la Nueva España y que acababa de aceptar la línea fronteriza entre ambas entidades mediante un tratado, no iba a honrar ese acuerdo. Iba a expandirse. Y así fue.
México nació a la vida independiente con un vecino, que, en 1800, y según cálculos del profesor John Coatsworth, ya tenía un PIB que doblaba al mexicano y que 45 años después, en vísperas de la guerra entre ambas naciones, era trece veces superior al mexicano. Cuando tuvo lugar el choque frontal (1846-1848), el presidente americano, James Polk, manifestó que se había derramado sangre norteamericana en suelo norteamericano y declaró una guerra que tenía un doble objetivo. Por un lado, una expansión territorial para acomodar a una población también en expansión gracias a una formidable corriente migratoria. Por otro, la guerra con un México débil generaría una ola patriótica que podría mantener unido lo que se estaba desuniendo: un sur esclavista y de grandes plantaciones con un norte que tenía otra estructura. El sur quería un comercio internacional sin trabas para exportar su monocultivo —el algodón. En contraste, el norte quería protección arancelaria contra la competencia abrumadora de las manufacturas europeas.
Para Estados Unidos, la guerra del 47 fue un negocio redondo, le dio un territorio inmenso habitado por un puñado de mexicanos y por naciones indias a las que pronto sojuzgó o eliminó con violencia y, por un breve tiempo, mantuvo unidos a estados del sur y del norte.
Poco después del triunfo sobre México, en 1853, Washington decidió que necesitaba más territorio mexicano y obligó al país vecino a elegir entre la opción que más ofrecía en términos monetarios a cambio de Baja California, Sonora y Chihuahua o la que ofrecía menos, pero le cercenaba “sólo” 76,845 km2 —La Mesilla— para beneficio de Arizona, Nuevo México y del ferrocarril que ahí se construiría. El despojado tuvo la “libertad” de elegir entre ofertas, pero no más.
A partir de ese ejercicio traumático y descarnado de una relación de poder asimétrico entre dos vecinos de la América del Norte, se asentó y se fue construyendo una relación de dominación dentro de un subsistema regional. Uno donde Estados Unidos —que aún no era una gran potencia pero ambicionaba serlo— era la nación dominante y México, junto con Centroamérica y el Caribe, constituyeron su zona de influencia, especialmente después de que los norteamericanos derrotaran a España en 1898 y quedara Cuba a su merced.
A partir de la pérdida de la guerra con el vecino del norte y del crecimiento de la disparidad de poder entre ambos, la política exterior de México adquirió un carácter básicamente defensivo. Se centró en una lucha por mantener y en la medida de lo posible ensanchar el campo de una soberanía siempre limitada por “el factor norteamericano”.
Fue la tensión norte-sur dentro de Estados Unidos la que impidió concretar el abusivo Tratado McLane-Ocampo de 1859. Porfirio Díaz se arriesgó, pese a que corría el riesgo de que se le rebelaran, a mandar al norte a los generales Jerónimo Treviño y Francisco Naranjo con suficientes tropas para controlar el abigeato e impedir el plan norteamericano de ocupar “temporalmente” el norte de México para “imponer el orden”. Fue la aceptación de Álvaro Obregón de los Acuerdos de Bucareli en 1923 lo que llevó a Washington, después de años, a reconocerle y a no apoyar a sus enemigos delahuertistas.
Hay más ejemplos del mismo problema, por ello puede concluirse que la tensión actual entre México y Estados Unidos es parte de una historia vieja que, por ahora, no contamos con los elementos para modificarla. La alternativa es ir disminuyendo nuestra dependencia del norte, evitar el choque directo e ir dosificando la negociación con la resistencia.
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