Hace unas semanas comencé a jugar Fortnite con mi hijo mayor. El videojuego, un fenómeno impresionante con más de 80 millones de participantes mensuales, tiene una premisa simple y adictiva: un grupo de jugadores brincan de un autobús escolar volador (¿y por qué no?) y descienden hacia una isla llena de curiosas estructuras donde tienen que construir albergues y encontrar armas para ganar una batalla campal. Gana el que sobrevive. A la dificultad del juego se suma una variable interesante: una tormenta que rodea la isla se acerca lentamente a los jugadores, reduciendo el área de combate, acorralando al grupo en un espacio cada vez más pequeño. La sensación es claustrofóbica. Da la impresión de que, de una manera u otra, no hay escapatoria.

Últimamente, mientras juego Fortnite, me acuerdo de Donald Trump (así la maldición del periodista: la noticia no lo deja a uno ni cuando está tratando de bailar el “floss”). Como a los jugadores en la isla, a Trump lo ha comenzado a encerrar una tormenta que, ahora queda claro, es probable que termine por ahogarlo. Por el momento, la cotidianidad en Washington parece transcurrir en la relativa normalidad (hasta donde algo es normal con Trump) de la batalla política. No hay que engañarse: es la calma antes del arribo de un huracán. Estados Unidos está por entrar en terreno mayormente inédito que podría desembocar en una crisis constitucional de proporciones mayúsculas.

La tormenta, claro está, se formará desde la conclusión de las pesquisas encabezadas por el fiscal especial Robert Mueller sobre la posible injerencia rusa en las elecciones de 2016 y la participación de la campaña de Donald Trump en lo que fue, sin duda, un acto de guerra virtual. Mueller se ha rodeado de un equipo notable de profesionales de la ley, un auténtico trabuco para indagar si, a pesar de los reclamos constantes de Trump, el presidente de Estados Unidos violó la ley o trató de obstruir su proceder durante la campaña de hace dos años y, peor todavía, estando ya en la Casa Blanca. Mueller se ha tomado su tiempo, lo mismo que otras instancias legales que investigan a Trump por otros asuntos, como la fiscalía neoyorquina hace con el pago a la actriz pornográfica Stormy Daniels, asunto en el que Trump y sus asesores quizá violaron la ley electoral. A finales de la semana pasada, la opinión pública estadounidense finalmente comenzó a enterarse del posible rumbo de las conclusiones de Mueller. Todo parece indicar que Trump debe estar muy, pero muy preocupado.

Alguna vez le escuché decir a un periodista especializado en materia criminal que la tranquilidad de un delincuente es solo equivalente a la lealtad de sus cómplices: si un soplón “canta”, la historia se acabó. De ser así, Donald Trump está en problemas. Mueller y su equipo han logrado persuadir de colaborar con la investigación a tres hombres de enorme importancia y cercanía con Trump y su presidencia: Paul Manafort, polémico jefe de campaña durante varios meses cruciales en el verano del 2016, Michael Flynn, ex consejero de Seguridad Nacional y Michael Cohen, abogado y cercanísimo colaborador de Trump desde hace más de una década. Manafort parece haber aportado información importante, pero son Cohen y Flynn quienes, de acuerdo con lo poco que ha dicho Mueller, han optado por revelar todo lo que saben para tratar de evitar pasar el resto de sus vidas en la cárcel.    

¿Qué sabe Michael Cohen de la operación de la campaña y los negocios de Donald Trump? Cohen ha aceptado haber realizado el pago a Daniels, en aparente transgresión de las leyes electorales. Cohen también ha revelado que, durante la mismísima campaña presidencial, la empresa de Trump cortejó a contactos en el gobierno ruso para “cerrar” la construcción de una enorme torre de departamentos en Moscú (parece, incluso, que el plan era ofrecerle uno, particularmente lujoso, a Vladimir Putin). Puede que esto sea solo la punta del iceberg. Lo más probable es que, si Trump hizo algo indebido en su camino rumbo a la presidencia, Cohen lo sabe. Y si Cohen lo sabe, ahora también lo sabe Robert Mueller.

Mueller seguramente revelará sus conclusiones en el primer trimestre del año que viene. Si llega a la conclusión que uno supone y Trump resulta sospechoso de algún crimen considerable, el poder legislativo enfrentará una disyuntiva. El Partido Demócrata deberá decidir si procede con un juicio político. Acto seguido, el Partido Republicano tendría que decidir si continúa con el procedimiento en contra de Trump. Lo primero es probable, lo segundo mucho menos. Para concretar una sentencia de impeachment se necesitan dos terceras partes del Senado y hace tiempo que el Partido Republicano dejó de tener agallas o pudor. Eso no quiere decir que la caída de Trump sea imposible. Si los descubrimientos de Mueller son suficientemente escandalosos, los republicanos podrían optar por presionar a Trump como lo hicieron en su tiempo con Nixon. Insisto: improbable pero no imposible. En cualquier caso, a menos de que Robert Mueller no haya encontrado lo que buscaba, los siguientes dos años serán largos para Donald Trump, su círculo de colaboradores más cercanos y hasta su familia, incluidos los recién condecorados con el Águila Azteca en México. La tormenta, rugiente y ominosa, se acerca.

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