El Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense publicó hace unos días un reporte en el que analiza la ambiciosa estrategia del gobierno ruso para influir en procesos electorales en el mundo. Es una lectura indispensable porque revela el alcance de los esfuerzos de Vladimir Putin, sus peculiarísimas motivaciones y, sobre todo, el arsenal a su disposición. Putin, concluye el documento, ha dedicado un par de décadas a erosionar la incipiente democracia rusa para beneficio suyo y de la repugnante oligarquía que le rodea y después ha librado una suerte de guerra asimétrica que busca desestabilizar sistemas y gobiernos que le son adversos para luego intentar reemplazarlos con proyectos que, en teoría, podrían resultarle más afines o, en su defecto, al menos conducentes a la consolidación de un objetivo mayor, como el debilitamiento de la Unión Europea, por ejemplo. El análisis demuestra lo que diversas agencias de seguridad y organizaciones periodísticas han concluido sin lugar a dudas desde hace tiempo: las huellas de la Rusia de Putin están en la batalla por el Brexit en Gran Bretaña y en las elecciones en una veintena de países como Francia, Holanda, Italia, España y, por supuesto, la joya de la corona: el proceso electoral del 2016 en Estados Unidos que culminó con el triunfo de Donald Trump.
El reporte del Senado estadounidense prevé que Vladimir Putin continúe consolidando una maquinaria propagandística sofisticada que le permita socavar la democracia de países vulnerables. Para lograrlo cuenta con una sucesión de recursos nefarios con un método en común: la polarización del electorado y la erosión de la discusión pública mediante la desinformación. A través de una serie de estrategias en redes sociales, el gobierno ruso busca la derrota de la verdad objetiva, el desprestigio del periodismo y los expertos, el triunfo de la emoción sobre la evidencia y, crucialmente, la confusión que luego engendra la irritación social. En la neblina de esta nueva propaganda digital, las democracias poco a poco se diluyen, para beneficio de los autócratas.
Para evitar este desenlace –cuyas consecuencias iniciales vemos día con día en el Washington de Donald Trump- el Senado de Estados Unidos comparte una lista de recomendaciones que van desde fortalecer los sistemas de seguridad cibernética hasta respaldar la construcción de instituciones democráticas confiables o sancionar con mayor severidad a Rusia. En cualquier caso, la advertencia no podría ser más clara: el Kremlin lleva años en el negocio de la desestabilización y, tras su notable triunfo en Estados Unidos, no tiene intención alguna de detenerse. Esos son los hechos.
Es en ese contexto que vale la pena reflexionar con claridad sobre lo que puede ocurrir en México este año. De nuevo: no se trata de asustar con el petate del muerto. La ambición de la Rusia de Putin de entrometerse para su beneficio en procesos electorales en el mundo no es una suposición: es un hecho demostrado por servicios de inteligencia, observadores independientes y profesionales de la información. La llamada de atención llegó hace tiempo. Lo saben empresas privadas y académicos diversos, que siguen con lupa la campaña en México. Lo saben en el INE, aunque (por ahora) lo digan poco. Y lo saben en Washington, donde el general H.R. McMaster, principal asesor de seguridad del gobierno estadounidense, ya ha advertido de la posibilidad de la irrupción rusa en el proceso mexicano. La amenaza existe y no es poca cosa, mucho menos para una democracia en riesgo como la nuestra.
¿Qué hacer? Evidentemente, las autoridades electorales y otros actores de la vida pública mexicana deben tener, desde ya, los ojos bien abiertos para encontrar rastros de los métodos que describe, a detalle, el estudio del Senado estadounidense. Por su parte, los candidatos deben evitar cualquier circunstancia que ponga en entredicho su vulnerabilidad a la influencia rusa o incluso la percepción de un vínculo inapropiado. Valga un ejemplo. El protagonista es John Ackerman, conocido simpatizante lopezobradorista. Además de escribir en algunos sitios en Estados Unidos y México, Ackerman es empleado de Russia Today, brazo propagandístico del gobierno ruso, donde es autor de textos y videos de opinión a los que llama “La Batalla de México” (de un proselitismo no tan finamente velado). Nada hay de malo, desde luego, en que Ackerman trabaje para una máquina de propaganda dedicada – Putin dixit – a representar “la posición oficial del gobierno ruso” en el mundo: cada quien tiene derecho a ser empleado de quien le plazca, incluso si se trata de un medio como Russia Today, que hasta ha tenido que registrarse como “agente extranjero” con el Departamento de Justicia estadounidense. El problema, en el contexto actual, es que el trabajo de Ackerman en Russia Today reduce peligrosamente los grados de separación entre el régimen de Putin y Andrés Manuel López Obrador: Irma Sandoval, respetada académica y esposa del entusiasta colaborador de la propaganda rusa, es parte del círculo cercano del candidato de Morena, quien la ha nombrado potencial Secretaria de la Función Pública, encargada (además) de la evaluación de la limpieza del ejercicio del servicio público en México. Que una futura integrante del gabinete del puntero de la campaña presidencial esté casada con un cercano colaborador de Russia Today (“nuestro hombre en México”, le han llamado en la cadena) es un dilema que prendería los focos rojos en cualquier país del mundo en estos tiempos. No es casualidad que el caso de Ackerman y Sandoval haya llegado hasta las páginas del mismísimo Washington Post. Andrés Manuel López Obrador debe resolverlo de inmediato junto con Ackerman y Sandoval. La democracia mexicana no se puede dar el lujo de ambigüedades. Aquí, como en el resto de los países amenazados por la Rusia de hoy, o se está con Putin o se está con la salud democrática. El resto son coqueteos con el abismo. Y esa sombra no la merece México y, si se me apura, ni siquiera el mismo López Obrador, posible futuro presidente del país. El mundo lo mira con atención.