Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, es extraordinaria por muchas razones. Es una proeza audiovisual. La cámara, casi imperceptible, acompaña el espectáculo de cientos de elementos que Cuarón incorpora al cuadro. Pienso, por ejemplo, en la escena memorable del incendio o la fiesta navideña que le precede. El desfile de figuras, rostros y luces me recordaron Las Bodas de Caná, de Veronese. Lo mismo ocurre con los sonidos envolventes de Roma. La película es una experiencia auditiva inédita. Me viene a la mente la secuencia final en el hospital: el espectador podría cerrar los ojos y aún así estar dentro del caos.
El diseño de producción es también una hazaña. Eugenio Caballero ha recreado el México de principios de los setenta con un apego amoroso al detalle. Cuarón parece recordar cada día de su infancia, desde los pósteres en las paredes, el principio de la gloria cruzazulina (¡qué nostalgia!) y los modos de la crianza en México. “El que se quedó, se quedó”, dice la abuela en la casa de la Roma en la película y yo sentí que estaba escuchando las súplicas de mi propia madre cuando trataba de sacarnos a mi hermano y a mí de la casa un sábado cualquiera. Toda la puesta en escena de Roma es un viaje en el tiempo.
Se ha hablado mucho, y con razón, del retrato de la cohabitación entre la familia de clase media en la película y el personal de servicio doméstico, empezando por la entrañable Cleo. Roma explora esas vidas con una devoción que me recordó, entre otros, al trabajo del artista mexico-americano Ramiro Gómez, que ha dedicado su obra a incorporar a nanas, jardineros, choferes y cocineras a escenas domésticas en Estados Unidos. Como el de Gómez, el de Cuarón es un ejercicio indispensable en visibilidad social y debería ser un parteaguas en la discusión del clasismo en México, por no hablar del racismo.
Para mí, sin embargo, lo que hace de verdad histórica a Roma es la manera como Cuarón narra el papel de las mujeres en la sociedad mexicana. A lo largo de los últimos años me he dedicado a conversar con cientos de inmigrantes en Estados Unidos. He descubierto muchas cosas, pero nada tan claro como la abrumadora disparidad moral en la conducta de hombres y mujeres en la construcción de las familias mexicanas. Una y otra vez he escuchado la misma historia. La figura paterna es tóxica, destructiva o ausente. La madre, en cambio, es raíz absoluta y andamiaje. El padre que se va, que engaña, que se hunde en el vicio, que abandona ante la inminencia de la responsabilidad es una constante aterradora. Del otro lado está la fortaleza colosal de la figura materna, que saca adelante a los suyos aunque le cuesta la vida.
También en Roma los hombres descuidan y destruyen mientras las mujeres construyen y protegen. La masculinidad es un desplante que esconde, en el fondo, una inmensa cobardía. En una escena emblemática, Fermín —el hombre que embaraza a Cleo para luego huir— alardea desnudo mientras Cleo lo mira con recato y una sonrisa que, en el fondo, parece intuir la mentira: detrás del hombre hay un niño irresponsable y violento. Fermín, por supuesto, es el espejo del otro hombre importante en la historia. Toño, el padre de la familia en la que trabaja Cleo también huye de la responsabilidad paterna y marital.
Ellas, en cambio, son solidarias, nobles y heroicas. Para los niños de la familia en Roma, como para millones de mexicanos de carne y hueso, la vida es una cadena de figuras maternas, todas igualmente importantes. La abuela, la madre y la nana se acompañan para sacar adelante a los niños que se han quedado, aunque sea temporalmente, huérfanos de padre. Es la misma historia que he escuchado tantas veces. Tras la ausencia del padre, las mujeres se reparten la tarea de la crianza; se vuelven una aldea que protege, alimenta, procura y guía. Todas son Cleo aventándose al mar sin importar las olas. Roma retrata ese universo con ternura genuina. Es el verdadero corazón de México.