Desde el triunfo de Donald Trump (e incluso antes, dada aquella visita a Los Pinos de la que ya hemos escrito), la atención del gobierno de México en la relación con Estados Unidos ha estado puesta, de manera casi absoluta, en mantener con vida el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Es comprensible. Aunque el país ha diversificado sus vínculos comerciales, la cadena de producción y consumo de Norteamérica sigue siendo fundamental para el país. Pero eso no justifica, a mi entender, el abandono de otras áreas de la relación bilateral. Es evidente que el gobierno mexicano prefirió no agitar el avispero con otros asuntos que, aunque moralmente urgentes, podían sacar de sus casillas a Trump. Pero no por evidente –o incluso entendible como parte de la estrategia de renegociación del TLCAN– deja de ser lamentable.

En el último año y medio, desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, la comunidad indocumentada –mexicana en su mayoría– ha sido objeto de una persecución sin precedentes. El gobierno de Trump ha puesto en marcha una maquinaria dedicada a desmantelar el tejido social creado por los inmigrantes. Dado que la migración mexicana a Estados Unidos ha disminuido de manera constante, los nativistas de Trump han enfocado las baterías ya no en lo que pasa en la frontera sino en los inmigrantes sin documentos que viven al interior de Estados Unidos y que, a pesar de su estado migratorio, han construido vidas en su país adoptivo. En Los Ángeles, por ejemplo, la mayoría de los mexicanos detenidos para deportación tiene al menos década y media viviendo en Estados Unidos. Según datos recabados por el Consulado de México, 60% ha estudiado al menos secundaria y un 98% tiene hijos estadounidenses. La incapacidad del gobierno mexicano para defender de manera eficaz a esta gente honesta y digna será juzgada con dureza por la historia.

Hay otra batalla que México no ha querido dar (o no ha sabido dar) y que tendrá consecuencias funestas: la lucha por la opinión pública estadounidense. Por años, el gobierno de México ha permitido que buena parte de la sociedad en Estados Unidos se forme un punto de vista erróneo sobre México y su relación con su vecino del norte, sobre todo en el tema migratorio. El resultado es la injusta impresión de que México es mucho menos de lo que en realidad es, como país y como socio.

Este problema es particularmente grave entre los republicanos. De acuerdo con un estudio reciente del prestigiado Centro Pew de Investigación, solo 38% de los republicanos tiene una opinión positiva de México. A esto hay que sumarle los resultados de estudios previos que revelan el calibre de rechazo y de ignorancia de los estadounidenses sobre México. Una encuesta de Vianovo realizada durante la campaña de 2016 en Estados Unidos reveló, por ejemplo, que 45% tiene una mala opinión de México (entre los conservadores/republicanos, la cifra fue un abrumador 65%). Las malas noticias no acaban ahí. 31% de los encuestados dijo que México era un país subdesarrollado mientras que 65% lo identificó como un sitio no apto para turistas. 54% dijo que México era una fuente de problemas para Estados Unidos. Un notable 56% dijo, contra toda evidencia, que la migración mexicana hacia Estados Unidos había aumentado (los datos, repito, dicen exactamente lo opuesto).

Detrás de estas severas opiniones sobre México, no obstante, hay un desconocimiento profundo del país. 55% de los que respondieron el sondeo confesó nunca haber visitado México mientras que 62% dijo no tener amigos o familiares nacidos en México. En otras palabras, reprueban a México sin conocerlo. Lo curioso es que a los estadounidenses sí les interesa nuestro país. En el mismo 2016, por ejemplo, México fue el país que más buscaron los usuarios de Google en Estados Unidos.

El diagnóstico está claro. La gente en Estados Unidos tiene una mala opinión de México porque eso es lo que recibe en los medios (51% de los encuestados dijo que su opinión sobre México había empeorado después de lo último que había leído en la prensa o visto en la televisión). Esa mala imagen no es simplemente anecdótica porque tarde o temprano da forma a la opinión pública y después al sentido de los votos de buena parte del electorado estadounidense. Al permitir que la paupérrima y equivocada idea de lo mexicano arraigue impunemente en la sociedad de Estados Unidos, el gobierno de México ha cedido el terreno del debate público a los nativistas como Donald Trump, ha puesto en riesgo el respeto en el futuro de la relación bilateral y, peor aún, ha desprotegido a los mexicanos que viven en Estados Unidos y que luchan día a día por ganarse la vida honradamente.

Revertir la injustísima mala imagen de México requerirá imaginación y voluntad. La tarea no es otra más que reivindicar lo que realmente somos como país dentro de nuestras fronteras y más allá de ellas, como socios históricos y deseables de Estados Unidos y el resto del mundo. No es solo una labor de relaciones públicas. Se trata de un rescate profundo que incluye, por ejemplo, cerrarle el camino a la ignorancia y a la retórica nativista en, pienso, la televisión conservadora en Estados Unidos. El canciller Ebrard y la futura embajadora Bárcena harían bien en definir de una buena vez quién será el portavoz de lo mexicano en las pantallas de Fox News, por ejemplo. Lo único que no se puede es seguir jugando al avestruz. A México y los mexicanos se les defiende, dentro y fuera de nuestras fronteras. Si no, ¿para qué está el gobierno?

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