Hace siete años, en los meses previos a la elección del 2012, le pregunté a Andrés Manuel López Obrador cómo debía yo explicarle a mi hijo, en un lejano futuro, quién fue López Obrador. “Dígale que he sido un luchador social”, me respondió. ¿A qué se refería? Evidentemente, a su lugar en la historia mexicana. Pero había algo más sutil y menos grandilocuente: la congruencia en la conducta pública. Ha sido su gran virtud. No muchos políticos mexicanos pueden presumir de haber transitado por la política del país sin cometer actos personales de corrupción. López Obrador lleva décadas en la vida pública y nunca ha caído en la tentación de enriquecerse, de vivir con opulencia o regalarse lujos que no le corresponden. No es poca cosa.
Esa coherencia le ha rendido frutos. Su promesa de cambio en los estándares morales de conducta de la clase política fue, sin duda, su mayor activo durante la campaña. En eso consiste su compromiso de renovación. Durante años, López Obrador prometió que, de llegar al poder, transformaría los vicios de los políticos mexicanos a partir del ejemplo de austeridad y congruencia. “No solo es el derroche, la ostentación. Es también el mal ejemplo”, decía hace un par de años, en un anuncio de treinta segundos criticando la compra del avión presidencial. López Obrador es quizá el único político mexicano capaz de construir una campaña alrededor de esa indignación porque tiene la legitimidad que solo confiere la congruencia moral.
Por eso sorprende su reacción ante el escándalo por la boda de su brazo derecho en comunicación, César Yáñez. Sorprende, primero, porque Yáñez no es cualquier colaborador suyo. Es difícil pensar en un colaborador más próximo y más leal a su proyecto histórico. Ha sido, hasta ahora, un hombre conocido por su seriedad y discreción.
Por eso también sorprende que López Obrador haya pretendido minimizar el escándalo practicando un conveniente deslinde: “No me casé yo”, dijo a pregunta de una periodista. Es una salida indigna de la mejor versión de López Obrador porque es una respuesta incongruente. César Yáñez es parte del círculo más cercano del equipo que, como el propio AMLO ha explicado ad nauseam, comparte sus ideales y deberá poner la muestra de la nueva pauta de conducta de la clase política. Se trata, en palabras del presidente electo, de un “movimiento de regeneración”, y en un movimiento no hay espacio para excepciones: o todos predican con el ejemplo o el movimiento no es tal.
En su reacción al escándalo, López Obrador también cedió a unos de sus vicios más antiguos y preocupantes: culpar a los adversarios y a los críticos de los tropiezos propios. “Desde luego que están cuestionando nuestros adversarios porque andan buscando cualquier posible error para hacernos la crítica”, dijo. “Se me hace que tienen derecho a hacerlo, nada más que nosotros no vamos a cambiar. Vamos a seguir actuando con integridad, con principios, con honradez y con austeridad republicana”.
Es, de nuevo, una respuesta tramposa. Si alguna lección ha dejado López Obrador es que, cuando se trata de dar un ejemplo de honradez, los hechos valen más que las palabras, en lo público y en lo privado. El contraste no puede ser solo en el discurso. Hechos como el escándalo de la boda en Puebla le cobrarán una factura particularmente onerosa porque contradicen la vara que el propio López Obrador ha propuesto para medir su conducta pública y la de su equipo. No son sus críticos ni sus adversarios políticos los que buscan errores. Es él quien siempre ha propuesto diferenciarse de quienes se han paseado por décadas en bodas ostentosas o aparecieron, siendo servidores públicos, en las portadas de sociales. Y ahora es él, y sus colaboradores más cercanos, quienes aparecen en ellas.
López Obrador le ha exigido por años al electorado mexicano que lo juzgue por el ejemplo de sus obras y que, desde ahí, le confiera un ambicioso mandato de renovación moral de la clase política. Esa petición de voto de confianza en la honradez y austeridad se extiende a todo su equipo. El López Obrador que se asumía como un luchador social, asqueado por los excesos de la clase política mexicana, habría reprobado el lavado de manos del López Obrador que está a las puertas de la Presidencia. A menos, claro, de que esa admirable congruencia haya sido solo una estrategia de campaña. El poder, después de todo, cambia a los hombres. Ya lo veremos.