Hace tres años, cuando Netflix lanzó “Narcos”, su exitoso programa sobre la historia del narcotráfico en América Latina, me acerqué a la serie con cierta sospecha. En México, después de todo, las telenovelas hacen apología del delito mientras los narcocorridos glorifican a los criminales como si se tratara de buenos samaritanos incomprendidos. Enterrado bajo el extraño glamur de la narcocultura queda la naturaleza brutal del crimen organizado que ha envenenado a millones en la lucha por el control de un negocio cruel. Cuando supe de “Narcos”, recuerdo pensar que, con su onerosa producción hollywoodense, sería solo un vehículo para un nuevo elogio del crimen, sin consideración alguna por las víctimas, las dificultades de la lucha contra la maquinaria ponzoñosa o la compleja historia del conflicto en América Latina.
Me equivoqué.
En sus primeros tres años, la serie de Netflix le ha dado a su enorme audiencia mundial —treinta millones de personas descargaron “Narcos” en el debut de la tercera temporada— una mirada implacable a la locura que fue Colombia en los tiempos de Pablo Escobar, el carismático pero desquiciado líder del Cártel de Medellín, y sus rivales del Cártel de Cali. Al hacerlo, “Narcos” ha evitado gratificación fácil de esa suerte de pornografía celebratoria de la que está llena la televisión en español. En cambio, por ejemplo, prefirió mostrar a Escobar como el capo despiadado que fue, capaz de un calibre de violencia tan atroz que con el tiempo se convirtió en un terrorista que asoló a Colombia matando rivales, asesinando políticos, haciendo explotar automóviles, reventando aviones en pleno vuelo y organizando el tristemente célebre ataque contra la Corte Suprema en el que murieron una docena de magistrados. “Narcos” presentó a Escobar en toda su infamia, además de narrar la batalla del Estado colombiano, junto con el apoyo de Estados Unidos, contra el imperio del propio narcotraficante. Al final, en “Narcos”, Escobar termina por ser una figura patética, su cuerpo arrumbado y contrahecho, bañado en sangre.
En sus primeras temporadas —las de Escobar, y la tercera, sobre el grupo de Cali— la historia que “Narcos” cuenta es, sobre todo, la de un país luchando contra un cáncer que amenaza con hacer metástasis. Aunque Escobar y sus rivales intentan corroerlo todo, el Estado colombiano al menos trata de encontrar maneras de resistirse al crimen organizado que lo amenaza. Es una violenta historia de supervivencia nacional.
El arco narrativo mexicano es muy distinto en la cuarta temporada de “Narcos”. En su primera secuencia de capítulos en México, la serie cuenta el desarrollo, hace casi cuatro décadas, de la organización criminal de Miguel Ángel Félix Gallardo, interpretado con gravedad y concentración felina por Diego Luna. De la mano de Rafael Caro Quintero (un aterrador Tenoch Huerta) y Ernesto “Don Neto” Fonseca (Joaquín Cosío, también notable), Félix Gallardo logró consolidar la producción y tráfico de marihuana —y, después, de cocaína— hasta armar, en pocos años, un imperio tóxico.
Ver al Félix Gallardo de Diego Luna construir el principio de la moderna tragedia mexicana es una experiencia estremecedora. Lo es, claro, por los propios criminales, figuras tan despreciables como los narcotraficantes colombianos de los años pasados. Pero lo que hace realmente dolorosa a la cuarta temporada de “Narcos”, al menos como mexicano, es el papel del Estado en la progresión del narco. A diferencia del caso colombiano, en el México de los ochentas parece imposible encontrar contrapesos a la influencia criminal. No hay una sola autoridad dispuesta a enfrentar a Félix Gallardo. Al contrario: todos parecen colaborar con el “negocio” del capo. Policías locales, autoridades municipales, empresarios, gobernadores, miembros del gabinete, militares y altos mandos de la DFS: todos son no solo cómplices sino copartícipes de las fechorías del primer gran capo mexicano de la droga. Todos trabajan para Félix Gallardo, que los maneja como titiritero. A diferencia de los episodios colombianos, en el México de “Narcos” no hay un solo político valiente ni algún mando policial con la ética suficiente como para negarse al soborno o el chantaje criminal. Hace unos días le pregunté a Diego Luna por su experiencia interpretando a Félix Gallardo, a quien describe como un hombre impulsado por “una ambición desmesurada y un deseo profundo de pertenecer a una clase social con mayores privilegios”. Luna dice haber concluido que, en tiempos de Félix Gallardo, el Estado mexicano “vio una oportunidad y fue parte fundamental de la organización territorial que se dio en México (…) Un negocio tan jugoso que alcanzaba para todos, más rentable que la corrupción institucional de todos los días”. Las cosas han cambiado poco, dice Luna. “El hoy es descorazonador”, me dijo. “Mucha gente involucrada en lo que pasó en los ochenta sigue ahí, de traje y tomando decisiones. No se si haya real voluntad de esclarecer nada”.
Lo que Luna describe —y “Narcos” retrata— es al verdadero villano no solo de “Narcos” sino de la tragedia mexicana: el sistema político, encabezado por décadas por el PRI. Como “Narcos” explica con una vocación casi periodística (aunque con inevitable licencia artística), el ascenso de Félix Gallardo y quienes le siguieron habría sido impensable sin el abrigo y hasta la tutela del PRI y todo lo que el partido representó y sigue representando. Los criminales habrán violentado el país con su ambición obscena y demencia sangrienta, pero es el sistema político mexicano el que sembró y cuidó las semillas de la desdicha que nos aqueja. Esa es la gran lección de “Narcos”. Y es una tragedia como pocas.