Hace seis años exactos, el activista político demócrata Simon Rosenberg publicó en Letras Libres un ensayo en el que analizaba la posibilidad de una victoria del partido republicano, en aquel tiempo encabezado por Mitt Romney, en la votación presidencial en las que Barack Obama buscaba la reelección. Para Rosenberg, tipo lúcido como pocos, el potencial triunfo de Romney habría sido peligroso porque abriría las puertas del poder a un partido que, decía Rosenberg, poco a poco había abandonado las normas básicas de la civilidad política para convertirse en una suerte de monstruo reaccionario, completamente desinteresado en encontrar coincidencias con los demócratas, mucho menos en otorgar concesiones.
Recuerdo que el ensayo me pareció elocuente pero excesivo. A pesar de todo, Romney no parecía el tipo de figura radical que le preocupaba a Rosenberg. En ciertos sentidos era lo contrario: un exgobernador de un estado liberal como Massachusetts que había defendido posiciones moderadas en varios temas. Al final, sin embargo, el ensayo de Rosenberg resultó profético. Un lustro después, el partido de Romney se ha convertido en el partido de Donald Trump y los republicanos se han radicalizado hasta poner en peligro la estabilidad institucional estadounidense.
El ejemplo más reciente es la nominación del juez conservador Brett Kavanaugh a la Suprema Corte, donde ocuparía el sitio que dejara vacante el magistrado Anthony Kennedy. El proceso entero ha sido indigno no solo de la Corte en sí sino de la cortesía política más elemental.
Los problemas no comenzaron con Kavanaugh. Los republicanos empezaron a darle la espalda al proceso tradicional para sustituir a los magistrados cuando el partido se opuso, en una decisión injustificable y absolutamente antidemocrática, a siquiera otorgarle derecho de audiencia al juez Merrick Garland, a quien Barack Obama eligió como sustituto del conservador Antonin Scalia, quien murió en febrero del 2016, casi un año antes de que Obama dejara el poder. A pesar de que Obama estaba en todo su derecho de nominar al sustituto de Scalia, los republicanos se escabulleron de la responsabilidad de reconocer la candidatura de Garland bajo el argumento absurdo de que lo ideal sería esperar a la elección presidencial de noviembre de ese año para evitar malos entendidos. Garland nunca recibió la mínima cortesía de una audiencia con el comité judicial del Senado. Después del triunfo de Donald Trump, ese mismo comité no tardó en darle la gozosa bienvenida a Neil Gorsuch, el conservador que el nuevo presidente republicano nominó para ocupar el sitio de Scalia.
Tras el súbito retiro del moderado Anthony Kennedy, Trump y los republicanos han vuelto a hacer de las suyas. Esta vez, Trump nominó a Brett Kavanaugh, un juez aún más conservador que Gorsuch. Dada la cercanía del proceso electoral de este noviembre– curiosamente, a los republicanos no les pareció escandaloso que un presidente de los suyos nominara un sustituto de la Suprema Corte en año electoral –los senadores republicanos y la Casa Blanca actuaron con prisa desde el principio, tratando de apurar el proceso de confirmación. Para su desgracia, Kavanaugh no tardó en convertirse en el centro de un escándalo mayúsculo: al menos tres mujeres, empezando por una reconocida académica llamada Christine Blasey Ford –lo acusaron de agredirlas sexualmente durante los últimos años de la adolescencia de Kavanaugh. En otra época, denuncias de esta seriedad habrían puesto en riesgo la confirmación del juez involucrado o al menos la habrían retrasado.
No ahora y no con esta versión del partido republicano.
Kavanaugh se presentó a audiencia para responder a las acusaciones de la doctora Blasey Ford y se portó como lo que en el fondo es: un hombre plenamente parcial disfrazado de juez imparcial. Frente al país entero, acusó a los demócratas de una conspiración en su contra. Lo hizo entre gritos y lágrimas, como adolescente emberrinchado. Y eso no es lo peor: varios senadores republicanos, entre ellos el veterano Lindsey Graham de Carolina del Sur, también pegaron de gritos, acusando a los demócratas de una conspiración. “Esto es lo menos ético que he visto en mis años aquí”, dijo Graham, aparentemente olvidando cuando él, y otros como él, se negaron a siquiera darle audiencia a Garland, el juez de Obama.
De último minuto, y ante la evidente indignación por los defectos en el proceso de confirmación, la Casa Blanca accedió a una breve investigación del FBI sobre las acusaciones de Blasey Ford y al menos otra de las mujeres que señalan a Kavanaugh. Creo que todo será en balde. A menos de que algo sorpresivo ocurra, los republicanos seguramente procederán a confirmar a su juez, a pesar de las sospechas de abuso sexual y, quizá peor, la evidente parcialidad que demostró durante su respuesta a su acusadora. Para los republicanos, ese partido reaccionario, lo único que importa es el control por décadas de la Corte Suprema, movimiento que les permitirá, por ejemplo, revertir la legalidad federal del aborto en Estados Unidos y otros anhelos conservadores similares.
Si eso les cuesta las elecciones legislativas de noviembre, les importa poco. Tampoco les importa si la llegada de Kavanaugh le cuesta a Trump la reelección. En el fondo, el control de la Suprema Corte es una conquista más valiosa que cualquier otra. Es el triunfo, por décadas, en la batalla cultural. Habrá que ver cómo reacciona el electorado en los años por venir, especialmente el voto femenino, que ha visto a un hombre señalado de abuso sexual (Trump) nominar a otro hombre acusado de abuso sexual (Kavanaugh) con la intención específica de echar abajo los derechos que las mujeres habían conquistado con sangre, sudor y lágrimas décadas atrás. Si eso no da pie a un auténtico terremoto de participación política, nada lo hará.