En 1858, en la víspera de la Guerra Civil, Abraham Lincoln dio un célebre discurso en el que advirtió la profunda fractura que amenazaba a la todavía joven nación estadounidense. “Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie”, dijo Lincoln, citando la Biblia. La advertencia resultó profética. En los siguientes años, la guerra entre el norte y el sur estuvo a punto de escindir de manera definitiva al país. Que Estados Unidos emergiera unido después de la conflagración de mediados del siglo XIX fue una suerte de milagro.
Hoy, Donald Trump y el Partido Republicano que lo avala han hundido a Estados Unidos en una nueva guerra civil donde la polarización y el discurso de odio amenazan con fracturar irremediablemente al país. Es, en términos prácticos, una Guerra Civil Fría.
Desde su llegada al escenario político a mediados de 2015, Trump ha dividido a la sociedad estadounidense. Lo ha hecho a través de un discurso binario que asume la confrontación como el único objetivo (y argumento) en la lucha política. Ha roto las normas básicas de civilidad de la democracia, acabando, por ejemplo, con el decoro y la prudencia que han sido habituales entre los servidores públicos, sobre todo el presidente del país. Trump vive en campaña perpetua, trepado en un cuadrilátero peligroso para la vida pública del país que gobierna. Busca aumentar la fisura de la sociedad estadounidense porque sabe que su discurso germina en las grietas que deja la retórica del resentimiento y la ira. Para ello, Trump —después de todo, estrella de reality show— se ha buscado enemigos que satanizar, villanos artificiales que vende, ante su electorado, como los responsables de las dificultades que enfrenta Estados Unidos, cualesquiera que sean, sin importar matices. Los primeros fuimos los mexicanos, encarnación perfecta de la otredad. Pero hay varios más, empezando, claro, por sus adversarios políticos en el Partido Demócrata y, de manera crucial, los medios de comunicación.
Trump ataca a los periodistas porque necesita minar la legitimidad del oficio. Sabe, en el fondo, que solo los periodistas pueden construir una narrativa que ofrezca un contrapeso a la historia que él pretende imponerle a los estadounidenses. Su asalto cotidiano contra los medios que, desde el trabajo periodístico, osan desafiar su versión de la historia es el mismo que el de otras figuras autoritarias, como Recep Erdogan en Turquía o Viktor Orbán en Hungría. Todos buscan erosionar la confianza en la prensa para fortalecer su propia figura como intérpretes únicos y salvadores de la patria. “Solo yo puedo arreglarlo”, decía Trump en campaña. No es casualidad, pues, que ahora busque apabullar a quien se atreva a contradecirlo. No le interesa el debate ni el desacuerdo, por más fundamentado que sea. Lo que Trump busca es la aquiescencia absoluta. Solo los periodistas afines merecen atención y reconocimiento; los que disienten consiguen sorna y descalificación.
La desgracia, por supuesto, es que el discurso de odio y división siempre tiene consecuencias. Solo un ignorante de la historia puede pretender lo contrario. Durante el gobierno de Trump, el número de crímenes de odio en Estados Unidos ha aumentado constantemente. Las bombas enviadas por correo la semana pasada por un simpatizante de Trump y la masacre en la sinagoga de Pittsburgh son el producto perfecto del caldo de cultivo que el presidente estadounidense, en su lógica binaria, ha decidido llevar al punto de ebullición para su beneficio electoral. Tanto ha insistido Trump en que sus rivales políticos y los periodistas que lo examinan son los enemigos de la nación que alguien tenía que creerle. Son los riesgos de jugar con fuego.
Trump ha optado por defenderse tratando de repartir la responsabilidad del clima de furia que ha fomentado. Insiste, por ejemplo, en que los medios de comunicación mienten y lo persiguen injustamente. Es una equivalencia no solo irresponsable sino imposible. Claro: es verdad que los periodistas tienen (tenemos) la obligación de ejercer el oficio de manera honesta y objetiva y publicar solo aquello que, como diría el eslogan del New York Times, realmente merece ser publicado. Pero los poderosos —y entre ellos, nadie como el presidente de un país— tiene la obligación de comprender el peso de sus palabras, respetar el disenso como valor supremo de la democracia y tolerar la crítica con altura y estoicismo. En sus manos está la estabilidad de la muy frágil concordia social, depende de él mantener unida la casa.
Nada de esto, por desgracia, es una exageración.
En su crudeza, Donald Trump ha renunciado a asumir esa responsabilidad. Al contrario: la ha repudiado y ha usado su negación como su principal herramienta de proselitismo cotidiano. El daño que ha hecho a su país es incalculable.
Es una lección que hay que aprender.