Durante un par de años conduje un programa de radio en Estados Unidos que tenía como intención principal dialogar con los radioescuchas. No solo leíamos llamadas o mensajes a través de Twitter: manteníamos los teléfonos abiertos para debatir con quien quisiera entrar al aire. Tuvimos intercambios memorables, historias de éxito y superación que ejemplifican la simbiosis de la comunidad inmigrante hispana con Estados Unidos, su país adoptivo. También tuvimos otro tipo de experiencias. Cada día, sin falta, recibimos una o dos llamadas de simpatizantes de Donald Trump. Con paciencia, tratamos de desmontar sus reparos sobre inmigración, el tema que invariablemente nos ocupaba. A veces lo conseguimos; muchas otras, no. Lamento aceptar que un puñado de discusiones terminaron en gritos. Pero más allá del desenlace, lo que recuerdo con claridad es la similitud en las explicaciones (es un decir) de casi todos esos simpatizantes de Trump. La gran mayoría repetía los mismos argumentos, como extraídos de un manual. Comparto algunos.

¿Por qué habrían de merecer los inmigrantes indocumentados protección y respeto a sus derechos, ya no digamos el mismo trato del que gozan los estadounidenses de nacimiento o los inmigrantes legales?

¿Por qué habría Estados Unidos de gastar dinero en ayudar extranjeros?

Si uno protege la casa donde uno vive y no deja entrar nadie que no esté invitado, ¿por qué Estados Unidos habría de permitirle ingreso a refugiados? Que arreglen sus problemas en su casa primero.

Por supuesto que muchos inmigrantes son gente buena, pero Estados Unidos no puede darse el lujo de averiguar quién es quién: es mejor cerrar la frontera antes de poner en riesgo la seguridad nacional.
 
Los demócratas quieren una política de fronteras abiertas cuando lo que se necesita es lo contrario: primero aplicamos las leyes migratorias para deportar a los ilegales, luego cerrarnos la frontera y luego hablamos de los derechos o necesidades de los refugiados.

Si tanto quiere usted proteger inmigrantes, ¿por qué no recibe algunos en su casa?

En el programa tratamos de responder a la retórica nativista con datos. Hablamos de las obligaciones internacionales de Estados Unidos y los derechos de los inmigrantes. Describimos la situación imposible que dejan en sus países de origen para buscar una vida. Explicamos que emigrar legalmente es casi imposible dado el sistema de inmigración estadounidense, mucho más para los llamados inmigrantes de “habilidades bajas” (low-skilled). Compartimos los datos irrefutables de la enorme aportación de la comunidad a la economía de Estados Unidos. Contamos historias conmovedoras de asimilación. Explicamos por qué es, digamos, inadecuado comparar una casa con un país o la capacidad de compasión individual con las obligaciones del Estado.
 
Insisto: ganamos unas y perdimos la mayoría. El prejuicio en Estados Unidos tiene raíces profundas, y mucho más cuando la autoridad lo fomenta.
 
Por todo esto resulta tan pero tan profundamente lamentable escuchar las declaraciones de Francisco Garduño, el nuevo titular del Instituto Nacional de Migración en México. Antiguo encargado del sistema carcelario, Garduño ha llegado a su nuevo empleo con la espada desenvainada. Con la misma prepotencia empoderada con la que hablan las autoridades migratorias estadounidenses, Garduño advierte, corrige y amenaza. Y lo hace exactamente con el mismo tipo de argumentación que le escuché, por años, a los trumpistas más radicales. Garduño ya advirtió que la prioridad será evitar la migración irregular. Ha descrito la frontera mexicana como una coladera que hay que tapar a como dé lugar, declaraciones que harían las delicias de los nativistas en Estados Unidos. Se dice conocedor y defensor de los derechos humanos, pero su discurso es muy distinto. “Hay que ver cuál es su condición, porque hay muchos mexicanos que ya quisieran ese tipo de asistencia”, dijo sobre la atención que recibirán los migrantes centroamericanos ahora que él está a cargo. Hace poco advirtió que no dejará que las organizaciones de derechos humanos le digan qué hacer. “Que nos digan si ellos permitirían que llegaran a su casa cincuenta personas”, dijo Garduño, en una frase que podría haber correspondido a cualquiera de mis interlocutores trumpistas en la radio. Habla con la suficiencia de quien tienen en sus manos el destino de miles de familias. Lo de Garduño no es el respeto a los derechos humanos o la compasión. Lo suyo es la coerción, la persecución, la deportación. Lo suyo huele a Trump.
 
Hay algo tristemente paradójico en todo esto. Ante la mayor crisis humanitaria de nuestro tiempo en la región, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador prometía exactamente lo contrario. La promesa no eran personas como Francisco Garduño. La historia juzgará quién se ha equivocado. Por lo pronto, nadie podrá decirle a los trumpistas que en México sabemos hacer las cosas de mejor manera. Y eso es una tragedia.

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